¿Canon? Una pregunta por el oficio literario

Mateo Orrego López

Universidad de Ginebra
Peer reviewed article:
Envío:27 de febrero de 2024
Aceptado:13 de julio de 2024

Resumen

La discusión acerca de qué es el canon, cómo se constituye, y las implicaciones de este en el ámbito cultural y social tiene una larga tradición en diversos escenarios. En este trabajo, se retoman algunas de las posturas tradicionales frente al canon ―como la de Harold Bloom―, y se ponen en diálogo, dentro del contexto latinoamericano, con propuestas que ofrecen una alternativa a la institución canónica ―como el concepto de corpus de Walter Mignolo―, para poner de manifiesto la necesidad de cambiar la visión desde la que se estructura la formación académica. Finalmente, esta reflexión conduce a sentar una posición ética que busca construir un oficio literario en la academia que no sea ajeno a la sociedad en la que tiene lugar.

Palabras clave

Academia, Canon, Corpus, Colonialidad, Literatura, Oficio Literario.

Canon? A Question for the Literary Profession

Abstract

The discussion about what the canon is, how it is constituted, and its implications in the cultural and social spheres has a long tradition in different scenarios. In this paper, some traditional positions on the canon ―such as Harold Bloom's― are revisited and engaged in dialogue, within the Latin American context, with alternative proposals to the canonical institution ―like Walter Mignolo's concept of corpus― in order to highlight the necessity of changing the perspective from which academic education is structured. Finally, this reflection leads to establishing an ethical position aimed at constructing a literary profession within academia that is not alien to the society in which it takes place.

Keywords

Academy, Canon, Corpus, Coloniality, Literature, Literary Profession.

Introducción

Para comenzar, considero que es pertinente poner en evidencia el lugar de enunciación desde donde se produce esta reflexión acerca del canon. Desde que elegí la literatura como un oficio1 para relacionarme con el mundo, este concepto ha estado presente de manera continua a lo largo de mi formación. Producto de las listas de lecturas para las clases o de las conversaciones y recomendaciones sobre lo que un estudiante de literatura debería leer, se fue formando un imaginario, más o menos preciso, del canon como un conjunto de obras que, por alguna razón, poseían una importancia mayor dentro del conjunto de la literatura a la que tenía acceso. Sin embargo, este continuaba siendo un concepto bastante abstracto, que, por lo general, no estaba acompañado de una explicación o una justificación en los espacios en los que aparecía; y tampoco me había preguntado alguna vez por su significado, su funcionamiento o sus implicaciones.

Así pues, este texto surge con motivo del II Encuentro de jóvenes investigadores del hispanismo suizo, cuyo título fue “Dentro y fuera del canon. Retos de los estudios hispánicos actuales”.2 Aquí, a partir de un acercamiento a diversas lecturas sobre el concepto, fui consciente de que los numerosos cuestionamientos que existen acerca del tema habían surgido a finales del siglo pasado y, por lo tanto, constituían una conversación de vieja data. En consecuencia, lo que me interesó fue evidenciar cómo esas discusiones se relacionan con el contexto latinoamericano y, más puntualmente, preguntarme cuáles son, en la actualidad, los posibles posicionamientos de la academia en Latinoamérica frente al canon y sus alternativas, para construir un oficio literario que esté en contacto con la sociedad en la que se inscribe.

Con ese objetivo, este trabajo se divide en cuatro partes. En la primera, retomo algunas de las posiciones tradicionales y ya bien conocidas sobre el canon, para responder a varias preguntas acerca de su formación, su funcionamiento y su supervivencia dentro de la literatura. En la segunda, ubico la discusión dentro del contexto latinoamericano, para eso, siguiendo principalmente las reflexiones de Walter Mignolo, presento el concepto de corpus como una alternativa a la institución canónica, buscando las posibilidades de abordar la producción literaria de la región desde una perspectiva decolonial. En la tercera parte, planteo cómo un cambio de perspectiva frente al canon nos obliga entonces a cambiar también la perspectiva de la formación académica y, sobre todo, del oficio literario en América Latina. Finalmente, en la sección de conclusiones dejo sentada la que considero una posición ética frente al oficio de la literatura y planteo ciertas preguntas que permanecen después del camino de reflexión.

Debates alrededor del canon

En los estudios literarios y culturales, existe una amplia bibliografía sobre lo qué es el canon, su historia y los debates que han surgido alrededor de él. Por ejemplo, dentro de la escuela norteamericana —que ha tenido una gran influencia y visibilidad en este tema—, podemos encontrar trabajos como Canon vs. Culture (2001), donde el crítico Jan Gorak ilustra el cambio que tuvo lugar en la academia estadounidense a partir de la década de 1970, cuando se empezó a pasar de una enseñanza basada en una lista de autoridades aceptadas, a una enseñanza que buscaba comprender los fenómenos culturales y sociales que hacían posible la consolidación de este tipo de listas. Con un posicionamiento distinto, encontramos el libro Canon and Creativity (2000) de Robert Alter, quien argumenta en contra de la idea de que el canon funciona como un “vehículo de imposición ideológica”, mostrando, desde la obra de Kafka, Bialik y Joyce, que, por el contrario, este sirve como un punto de partida para la creación y la disrupción de la literatura moderna. Dentro de la crítica española, hallamos obras como Teoría del canon y literatura española (2000) de José María Pozuelo Yvancos y Rosa María Arabia Sánchez, donde los autores exponen con detalle los elementos teóricos relacionados con la conformación de un canon y, después, los articulan a partir de la literatura española. Y, frente al caso específico de Latinoamérica, existen trabajos como Fundaciones: canon, historia y cultura nacional (1997) de Beatriz González‑Stephan, donde se expone una historia de la literatura hispanoamericana procurando poner en primer plano el hecho de que la formación de un canon consiste en un proceso colectivo.

Tan pronto como se intenta dibujar un panorama de las obras que tratan el tema, se hace evidente que, debido a esta amplia tradición crítica, cualquier resumen de los múltiples aspectos que abarca la discusión es una tarea difícil, en donde toda selección deja aspectos por fuera y limita la posibilidad de exponer la complejidad del asunto. Sin embargo, este sí puede ser un punto de partida para mostrar que la academia se constituye como un espacio estrechamente ligado a las consideraciones alrededor del canon, ya que tanto su construcción como su reflexión, son un paso necesario para la elaboración de los programas que allí se estudian.

En ese sentido, la academia hace parte, como propone Bourdieu, de la red de instituciones de nuestra sociedad, que entran en “competencia por la legitimidad” (1995: 318) y entre las cuales se establecen una serie de relaciones de poder que las habilitan para dictar, por ejemplo, lo que se debe leer y lo que no, lo que es literatura y lo que no lo es. Hace más de dos décadas, el crítico Noé Jitrik afirmaba que la academia materializa “una fuente de producción canónica” (1996: 4) en la misma medida en que, en el pasado, lo hacía la Iglesia; es decir, ambas instituciones, en sus respectivos tiempos, han sido reconocidas como autoridades que pueden establecer lo que es bueno y lo que es malo. Y al igual que dentro de la iglesia existen creyentes que ponen de manifiesto las dudas frente a la fe, es desde dentro de la academia donde surgen las preguntas a las que se enfrenta el canon. Por lo general, esas preguntas apuntan a identificar, por ejemplo, qué hace que una obra sea canónica, quién o quiénes producen los cánones, cuál es el momento de su producción, cómo se aplican, quiénes responden a ellos, qué implica seguirlos o no, cuál es su forma de subsistencia o de caducidad, entre otras (Jitrik 1996: 3).

Así, a lo largo del tiempo y gracias a las respuestas que los académicos han brindado, se han ido perfilando algunas maneras de posicionarse frente a lo que se considera como canónico. Por ejemplo, por un lado, están quienes llaman la atención acerca de manifestaciones culturales que han quedado fuera de los cánones y la necesidad de reconsiderarlas para que entren a formar parte de esa institución. Por otro lado, se encuentran quienes han buscado desmitificar las diferentes manifestaciones culturales que se tienen por canónicas y, así, han cuestionado la institución misma (Pulido 2009: 102). Sin embargo, cuando se habla de estas posiciones, se corre siempre el peligro de caer en simplificaciones que ponen en un solo grupo a los “defensores del canon”, quienes lo consideran “un archivo de textos y autores al que se vuelve una y otra vez para ratificar su vigencia y su valor”, convirtiéndolo en una instancia imprescindible para toda idea de cultura. Y en otro grupo a los “detractores del canon”, quienes “lo entienden como máquina de exclusiones y negaciones, como dispositivo de un saber/poder que legitima precisamente la idea de la alta cultura como exclusivo tronco de nuestras sociedades”, y para quienes se hace necesario entonces denunciar su injusticia y sus mecanismos de exclusión (López-Labourdette 2018: 91). Esta reducción en la que dos bandos parecen estar enfrentados invisibiliza tanto las diversas funcionalidades del canon como las diferentes propuestas de revisión, obligando al lector a tomar partido por alguna de las dos posiciones (López-Labourdette 2008: 19). Justamente este fue el fenómeno que tuvo lugar a finales del siglo pasado.

La publicación de El canon occidental de Harold Bloom en 1994 sirvió para acentuar los diferentes posicionamientos, pues influenció y puso de relieve la separación que en ese momento se estaba dando entre la vieja y la nueva crítica norteamericana. La primera atribuía un valor estético intrínseco a las obras que componían el canon y aseguraba que esa era la razón por la cual estas se canonizaban, y la segunda buscaba comprender el fenómeno de canonización desde el punto de vista de las dinámicas sociales que permitieron la publicación, circulación y visibilización de unas y otras obras.

No es un secreto que el libro de Bloom se enmarca en la visión de un valor estético intrínseco, defendiendo férreamente lo que él considera el valor literario completamente superior de Shakespeare, que condicionó todas las creaciones literarias posteriores y la forma de interpretación de las anteriores. Su contundente visión ayudó, en mayor o menor medida, a establecer diferentes programas académicos que continuaban por el mismo camino de atribuir valores literarios absolutos a las obras. Programas que, todavía hoy, en algunos casos, siguen teniendo vigencia. Sin embargo, como podemos intuir, esa es una visión problemática a la que otros autores se opusieron.

Entre esas oposiciones, tomemos como ejemplo la del crítico español José María Pozuelo Yvancos, quien muestra cómo eso que entendemos como el valor de una obra literaria no es otra cosa que el valor que nosotros mismos creamos en los repetidos actos de lectura, evaluación e interpretación; es decir, no reevaluamos y reinterpretamos las obras a causa de un valor esencial propio o intrínseco, sino que ese valor se va creando a lo largo del tiempo precisamente porque las reevaluamos y las reinterpretamos constantemente a la luz de diferentes necesidades históricas, sociales y culturales. En las propias palabras de Pozuelo, “la perdurabilidad que asegura un canon no pertenece a un valor transcendental sino a la continuidad y pervivencia de los actos evaluativos concretos en una cultura particular en una serie de etapas históricas” (2006: 22). Así, la continuidad de estos actos crea una identidad literaria para una obra y la fija como su valor, hasta que se llega a entender como una marca objetiva. Es por eso por lo que surge la necesidad de volver a considerar la idea de lo canónico, ya que ese concepto de valor en el que se soportan las producciones culturales de un canon es el resultado de un punto de vista que ayuda a la constitución del objeto canónico, y no es, de ningún modo, algo interior a él (Pozuelo Yvancos 2006: 22).

En resumen, lo canónico se establece gracias a los discursos que generan diferentes lectores, pertenecientes a una élite letrada (un grupo reducido de individuos, generalmente de clase alta y con acceso privilegiado a la educación), en momentos históricos específicos, a través de los cuales atribuyen un valor a ciertos productos culturales de nuestra sociedad; ese valor se naturaliza y se vincula a una tradición, y se sostiene gracias a la conformación de instituciones “que garantizan una continuidad” (Jitrik 1996: 6) de los mismos actos de lectura y evaluación. Ahora bien, todo lo que no entra dentro de lo canónico queda relegado, pero no queda libre de la evaluación y la conceptualización ―y, en algunas ocasiones, incluso de reintegrarse al sistema―. Así, lo que queda por fuera, se entiende como una producción marginal, que también genera sus propias dinámicas. Según Jitrik, existen dos maneras de situarse en la marginalidad: la primera de ellas es cuando la producción artística espontánea por diferentes razones no logra entrar en los procesos de relectura, revaluación y reinterpretación; la segunda, ocurre “por un rechazo decidido y consciente de lo canónico vigente en un momento determinado, llevado a cabo a sabiendas de lo que eso puede implicar” (Jitrik 1996: 1). 

Al haber establecido hasta aquí que el canon funciona gracias a la existencia de instituciones que fungen como autoridades y que se sostienen bajo ciertas relaciones de poder, es posible comprender que ubicarse deliberadamente en la marginalidad implica ir en contra de esas instituciones e instancias de poder. De esta manera el acto creativo se impregna de una dimensión política que se posiciona en relación con el sistema global y sus estrategias de perduración. Esta posición de lo que se produce deliberadamente como marginal genera una dinámica bastante particular, y es la creación de lo contracanónico. Digo particular porque es una muestra de cómo el sistema de valores logra incluso ordenar y reapropiarse de aquello que se posiciona contra él, para crear una nueva valoración de cómo deberían ser las cosas que se le oponen; así, al insertar lo marginal en el sistema dominante, “su sentido original se volatiliza y queda absorbido dentro de un universo simbólico” (López-Labourdette 2008: 23) en donde pierde la diferencia que antes determinaba su razón de ser. 

La existencia de cánones y contracánones crea entonces la ilusión de un sistema incluyente en el que cabe todo tipo de producción literaria, y esa ilusión alcanza una mayor fuerza cuando esas instancias se asocian con la representación de “identidades culturales”. Es decir, la ilusión de un sistema incluyente se potencia cuando se comienza a creer que los cánones y contracánones que se forman bajo las dinámicas que hemos mencionado son la representación de la cultura de un grupo determinado. Para Walter Mignolo esto es problemático, puesto que “las esencias culturales no son ‘representadas’ por un canon sino ‘creadas’ y mantenidas por él” (1994: 24). Así pues, el canon no incluye y representa en él diferentes “identidades culturales”, sino que, conforme se va estableciendo, va creando el imaginario de lo que deberían ser esas identidades y lo mantiene en el tiempo al ejercer su poder de preservación.

Si, primero, reconocemos que la institución del canon responde a unas dinámicas sociales en donde una élite letrada establece lo que es modélico para la literatura a través de sus actos de selección, reevaluación y reinterpretación; y si, segundo, admitimos que el sistema de cánones y contracánones no alberga propiamente una diversidad de expresiones literarias, sino que crea la ilusión de inclusión de lo que está por fuera del gusto de la élite letrada; entonces, entra la cuestión de si este sistema puede tener “una validez más allá de su función como legitimador de un proyecto cultural” de esas élites (Sánchez-Prado 2002: 210 cit. en Pulido 2009: 109). En definitiva, la pregunta es ¿qué debemos hacer con el canon? Y no es para nada sencilla, pues nos muestra que una vez que hemos reconocido que todo canon es una imposición social generada por un sistema dominante y por intereses ideológicos concretos, entonces existe una gran responsabilidad del estudio de la literatura desde la academia, bien sea para cambiarlo o para perpetuarlo.

Una alternativa a la institución del canon

Ahora, si bien la previa reflexión teórica tenía un enfoque general, me interesa situar la última pregunta específicamente en el espacio de América latina, pues allí la cuestión se complejiza debido a las dinámicas coloniales que dieron lugar a la existencia del concepto de literatura en el territorio americano. La imposición de unos modelos de la cultura escrita europea bajo la máscara del universalismo, que “sirve para legitimar la superioridad de los colonizadores o de los grupos hegemónicos” (Castro-Gómez 2014: 38), representó el desplazamiento violento de las tradiciones narrativas indígenas. Así, lo canónico en Latinoamérica se formó “basándose en la lengua y en los valores de las culturas colonizadoras más importantes, la española y la portuguesa, e ignorando las culturas amerindias” (Pulido 2009: 103-104).

Por lo tanto, para comprender la formación del canon en Latinoamérica se debe comprender que fueron los españoles y portugueses quienes introdujeron el concepto mismo de literatura junto a las instituciones, estructuras y la lengua que lo sostienen. Antes de la llegada de esos elementos no existía “literatura”, entendida en términos europeos, por supuesto, no existían poemas líricos, epopeyas, autos sacramentales, novelas, entre otros; pero sí existían modos narrativos (Jitrik 1996: 7) que estaban estrechamente ligados a la expresión oral, a la memoria y, en algunos casos, a soportes materiales como los petroglifos en la cultura azteca o los quipus en la cultura inca. Aunque algunos de estos modos narrativos se perdieron y otros lograron continuar funcionando de una manera similar a como lo hacían; algunos más se transformaron y se adaptaron a las imposiciones de la cultura letrada europea para integrarse en las dinámicas de las instituciones literarias, lo que permitió, en mayor o menor medida, su circulación y difusión.

Producto de este fenómeno, en muchas ocasiones, se entendió la configuración de la literatura latinoamericana únicamente como el resultado de la influencia de las estéticas y modelos que provenían de Europa, desconociendo las dinámicas locales y la influencia que las producciones culturales americanas tenían sobre las europeas y, particularmente, sobre las españolas. Es decir, predominaba una visión donde se seguía concibiendo la producción literaria y cultural europea como un universal que se autogeneraba, que ejercía una influencia sobre todo aquello con lo que entraba en contacto y que, a su vez, podía mantenerse libre de ser influenciado —un fenómeno, además, imposible, pues en los encuentros culturales siempre se establecen contactos de doble vía, sea de manera deliberada o no.

Sin embargo, esta visión cambió gracias a los procesos de adaptación y de mestizaje que, poco a poco, crearon otra élite letrada, una latinoamericana, que funcionaba bajo sus propias dinámicas, aunque conservara la influencia de los ideales que habían llegado del otro lado del Atlántico. Así, a partir de las relaciones de poder que se construyeron desde esta élite, tuvo lugar el nacimiento de lo que Ángel Rama (1984) llamó “la ciudad letrada”, un proyecto de organización social que buscaba evaluar y ordenar la producción cultural del territorio americano, para consolidar nuevas identidades nacionales y reinterpretar el pasado colonial.

Ahora bien, ¿cómo construir una visión de esta literatura que tenga en cuenta los matices históricos e ideológicos, y las diversas modalidades de narración que hacen parte del espectro latinoamericano? Como una alternativa frente a la tradicional organización canónica, donde dominan los imaginarios concebidos como universales y modélicos, Pozuelo Yvancos propone una mirada de las diversas producciones literarias desde la historiografía. Su idea es que al examinar las Historias de la Literatura de cada país es posible encontrar un cambio de perspectiva, en donde se pasa de la visión

del universalismo de una cultura anclada en la tradición clasicista, que fundamentaba la canonicidad en valores universales poseídos por los textos, hacia la construcción por cada nación de su historia particular, que narró no sólo los textos seleccionados, sino que hizo depender esa selección del modelo narrativo que dio lugar a esa Historia (2006: 23).

No obstante, esta propuesta de abordar las Historias de la Literatura como una alternativa a la institución canónica presenta dos problemas. El primero de ellos es que, al igual que con el canon, hay que establecer qué se considera literatura y que no, tarea sumamente difícil al reconocer las diversas formas narrativas que pueden hacer parte de la conformación de identidades en Latinoamérica. El segundo problema es que, en consecuencia, la creación de esas Historias continuaría siendo una selección que es hecha por un grupo específico que va a definir qué entra y qué se queda fuera de la Historia.

Aunque no sea una solución definitiva, esta propuesta nos permite observar que tal vez la manera de salir de las dinámicas del canon es que, desde el oficio de la literatura, dejemos a un lado la necesidad de establecer una serie de modelos a los cuales acercarse, sino que nos centremos en la creación de herramientas de lectura, análisis, interpretación y evaluación con las cuales podamos aproximarnos a tanta variedad de actos narrativos como nos sea posible. Un giro copernicano en el que las herramientas de evaluación e interpretación no se configuran desde textos considerados como modélicos, sino que abordamos diferentes textos gracias a la adaptabilidad de las metodologías que generamos previamente.

Esta perspectiva, que ya ha sido discutida por cuanto responde a lo que podría considerarse una necesidad general de las producciones literarias, es la que adoptan diversas corrientes como el posestructuralismo o las propuestas deconstructivistas. Desde allí, definir la literatura es  “determinar qué conjunto de supuestos y operaciones interpretativas aplica el lector en su acercamiento a esos textos [literarios]” (Culler 2004: 36); dado que cualquier texto puede ser leído como literatura en la medida en que la obra suscita actitudes como: “la suspensión de la exigencia de inteligibilidad inmediata, la reflexión sobre qué implican nuestros medios de expresión y la atención a cómo se producen el significado y el placer” (Culler 2004: 56).

Un ejemplo de este cambio metodológico, muy discutido y debatido dentro de los estudios literarios latinoamericanos, puede encontrarse frente a textos como Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1966) o Biografía de un cimarrón (1983). Lo que es llamativo de estos dos casos es ver cómo, en un primer momento, desde la concepción canónica de la literatura, este tipo de producciones culturales no tenían cabida dentro de los estudios literarios porque no se ajustaban de manera precisa a modelos existentes, razón por la cual, muchas personas objetaron cualquier valor literario en ellas. Cuando los estudios ensancharon las herramientas de interpretación y evaluación pudimos integrar esos actos narrativos dentro de nuestras posibilidades literarias, para problematizarlas y evidenciar sus mediaciones y sus limitaciones, pero en ningún modo descartarlas.

Mignolo apunta en esta dirección cuando propone reemplazar la noción de canon “(concebido en términos de estructuras simbólicas de poder y de hegemonía)”, por la de corpus “(concebido en términos de estructuras simbólicas tanto de poder y hegemonía como de oposición o resistencia a través del espacio social)” (1994: 25). Esta comprensión del corpus, atravesado por el espacio social, permite la inclusión, en el campo de estudio de la literatura, de una mayor cantidad de producciones culturales, en donde pueden convivir las que se han entendido como obras canónicas escritas en español por autores canónicos de la América hispana, con alternativas de “prácticas discursivas verbales y su transposición a prácticas semióticas no verbales” (27).

Este movimiento resulta provechoso cuando tenemos en cuenta que no se pueden considerar de manera aislada las producciones textuales y no textuales, ya que, debido a la necesidad histórica de adoptar modelos hispanos y europeos, las prácticas narrativas de América latina se han conformado como prácticas heterogéneas, híbridas e interculturales, en las que conviven y se interrelacionan los elementos textuales y los no textuales (Castañeda 2009: 6-7); es decir, se integran a la producción textual, elementos como la imagen, el sonido o, incluso, el propio cuerpo.

Así, para Mignolo “el campo de los estudios literarios se concibe más como un corpus heterogéneo de prácticas discursivas y de artefactos culturales” (Mignolo 1994: 25) que puede prescindir de los ambiguos sistemas de valores literarios, y que solo precisa de una delimitación espacial y temporal para abarcar su objeto de estudio. Siempre con la conciencia de que la posibilidad de movilidad y extensión del corpus sigue dependiendo “del poder ejercido por los sujetos del discurso y la institución que los apoya y los promueve en el espacio social” (Mignolo 1994: 29); es decir, que la concepción de un corpus pone de manifiesto el reconocimiento de ser una selección realizada por sujetos e instituciones específicas.

Aun así, aunque siga siendo una selección, este giro se presenta como una alternativa convincente a la institución del canon, ya que muestra que la forma de comprender el oficio crítico-literario no depende de un objeto de estudio que existe de manera anterior, no es algo que se encuentra dado previamente, sino que depende de una conceptualización metodológica que le permite acercarse a diversos fenómenos culturales que tienen lugar en nuestra sociedad. Un paso que, en mi parecer, es un gran logro por cuanto consigue sacar del espacio académico la reflexión sobre la literatura y llevarlo a un espacio social y cotidiano en donde todo sujeto, en cuanto enunciador de un discurso, puede entrar en ese mismo oficio crítico-literario. Sin embargo, esa visión representa un último reto, porque quiere decir que la institución de la academia y su forma de transmitir el conocimiento también debería cambiar.

El oficio literario en el espacio social

Para terminar, preguntémonos cómo funciona la academia actualmente en el caso de América Latina, cómo está ligado el canon a ella y cómo sería posible un cambio de perspectiva tanto de la academia como del oficio literario, pues, como afirma López-Labourdette, cuestionar el canon implica “una reflexión crítica en torno a aquellas instancias (universidades, bibliotecas, revistas y reseñas literarias, crítica, etc.) sobre las que descansa su existencia” (2018: 92).

En primer lugar, Santiago Castro-Gómez llama la atención sobre cómo el canon sobrevive actualmente en las universidades debido a que es un dispositivo que permite identificar y manipular los conocimientos que se enseñan, a la vez que delimita qué temas son pertinentes y qué cosas deben ser conocidas por un estudiante (Castro‑Gómez 2007: 84); es, por lo tanto, una herramienta de organización. Sin embargo, el problema está en que, en el caso de Latinoamérica, las instancias que hacen parte de la academia como la formación profesional, los métodos de investigación, los textos que tienen mayor circulación, los lugares donde se realizan los posgrados, los regímenes de evaluación, entre otros elementos, apuntan a reproducir sistemáticamente la mirada del mundo desde las perspectivas hegemónicas del norte (Castro-Gómez 2007: 79).

Este fenómeno, inevitablemente, crea una brecha entre el funcionamiento de la academia y el conocimiento que allí se produce, y la actividad literaria viviente que tiene lugar en las sociedades latinoamericanas desde la cotidianidad. En el ensayo “Reflexiones sobre la crítica literaria estadounidense de ‘izquierda’”, Edward Said llamaba la atención sobre el fenómeno de aislamiento o desconexión que parecería ser un acontecimiento generalizado desde hace mucho tiempo. Según él,

tanto los nuevos como los viejos críticos se han contentado con confinarse a sí mismos a la materia académica de la literatura, a las instituciones de enseñanza existentes y a la dedicación de los estudiantes a la literatura, en la con frecuencia ridícula y siempre reconfortante idea de que sus debates tienen una importancia suprema sobre intereses fundamentales que afectan a la humanidad […] (2004: 219).

Concuerdo aquí con la crítica de Said frente al confinamiento que la academia ha tenido, sin embargo, me distancio de su posición irónica sobre la importancia de los debates alrededor de la literatura, pues creo que estos sí pueden llegar a tener gran importancia siempre y cuando estén conectados con una realidad social y un oficio literario que se vive día a día y que puede crear nuevas maneras de ver y narrar el mundo en el que vivimos, especialmente el mundo actual que, no podemos negar, se encuentra en crisis.

Así, retomando la propuesta de Castro-Gómez, este presenta los conceptos de transdisciplinariedad y pensamiento complejo como modelos desde los cuales se puede establecer un diálogo transcultural de saberes, para crear una nueva manera de entender y narrar el mundo desde la academia. Por un lado, la transdisciplinariedad apunta al borramiento de los límites entre las disciplinas al replantear la forma en la que se produce el conocimiento, contemplando como posible que una cosa sea muchas cosas a la vez según su nivel de complejidad y teniendo en cuenta que en nuestro mundo todos los conocimientos están conectados de alguna forma (2007: 86). Y, por otro lado, el pensamiento complejo, según sus palabras,

permite entablar puentes de diálogo con aquellas tradiciones cosmológicas y espirituales, para las cuales la “realidad” está compuesta por una red de fenómenos interdependientes —que van desde los procesos más bajos y organizativamente más simples, hasta los más elevados y complejos— y que no pueden ser explicados sólo desde el punto de vista de sus elementos (2007: 87).

La conjunción de estos dos elementos daría como resultado una universidad transcultural en donde es posible un intercambio cognitivo entre los saberes hegemónicos y las formas no hegemónicas de producción del conocimiento. Me interesa esta propuesta porque encuentro en ella la posibilidad de que el oficio literario salga de su aislamiento en el espacio universitario y entre en contacto con otras disciplinas para construir una sociedad plural a través de la visibilización y comunicación de diversas narrativas, que ya tienen un lugar en nuestro día a día; es, por lo tanto, la posibilidad de que desde la literatura podamos dialogar con campos como la tecnología, las ciencias exactas, los conocimientos ancestrales, entre otros.

En el libro “Muertos indóciles”, Cristina Rivera Garza analiza justamente ese tipo de narrativas y el papel social de la escritura. Así, se pregunta: “si la escritura se pretende crítica del estado de las cosas, cómo es posible, desde y con la escritura, desarticular la gramática del poder depredador del neoliberalismo exacerbado y sus mortales máquinas de guerra” (2019: 9) Por supuesto, su búsqueda es monumental y no puede ser resumida tan fácilmente, pero conviene detenerse en una de las respuestas que plantea, según la cual, para ella, con la escritura es posible desprenderse de la idea de lo propio y construir “comunalidades de escritura”, que “atienden a lógicas del cuidado mutuo y a las prácticas del bien común” (2019: 10), una visión que desmonta cualquier pretensión de canonicidad, pues reemplaza la figura del autor y sus funciones sociales que, de alguna forma, lo ponen por encima del cuerpo social, por la posibilidad de las autorías colectivas donde la literatura se torna en un ejercicio grupal que puede procurar el cuidado y el bienestar de la comunidad.

Por supuesto, sería comprensible que para muchas personas esta visión de la escritura no concuerde con lo que consideran como literatura. Sin embargo, Josefina Ludmer llamaba la atención sobre cómo la producción más reciente de América Latina no tiene en cuenta una división tradicional entre lo que podría considerarse como literario y no literario, sino que confunde los límites entre la realidad, la ficción y la autoficción para producir presente. En sus palabras, en este tipo de escrituras “no se sabe, o no importa, si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción” (Ludmer 2007). En consecuencia, como no importa si estas producciones culturales son o no son literatura, nuevamente, pierde sentido la pretensión de organizarlas dentro de una institución canónica que atribuye papeles modélicos a esas obras, y cobra sentido propuestas como la del corpus, donde se hace evidente la arbitrariedad de la selección, y por esa misma razón, se hace posible que cualquier producción sea constituida como un objeto de estudio.

En este punto, podría plantearse la objeción de que solo las literaturas contemporáneas, las producciones culturales más recientes, son las que demandan un cambio en la forma de lectura, y, por lo tanto, el sistema de valores tradicionales podría seguirse aplicando para la literatura anterior; o sea, una idea de literatura modélica y una institución del canon seguirían teniendo vigencia para las producciones culturales del pasado. Es una posición problemática por cuanto imposibilitaría la comunicación y el diálogo entre las producciones del pasado y el presente, razón por la cual, es justamente allí donde se encuentra el reto para el oficio literario; es decir, el desafío consiste en encontrar una forma en la que esa concepción amplia de la literatura, que es una necesidad en las obras contemporáneas, se extienda también a las obras que se han tenido por tradicionales, para que ellas no queden afincadas en un pasado remoto al que solo se accede desde la reflexión académica, elitista y solitaria, sino que la literatura de siglos atrás también pueda producir presente desde nuestros actos interpretativos actuales.

Se hace necesario un cambio en la institución del canon, la implementación de otras perspectivas que permitan abarcar y poner en diálogo todo tipo de textos, tanto aquellos que ya han sido objeto de una larga tradición de interpretación, como las recientes producciones culturales que están estrechamente conectadas con problemáticas sociales cercanas. Ludmer lo plantea de la siguiente forma:

O se lee este proceso de transformación de las esferas [o pérdida de la autonomía o de ‘literaturidad’ y sus atributos] y se cambia la lectura, o se sigue sosteniendo una lectura interior a la literatura autónoma y a la ‘literaturidad’, y entonces aparece ‘el valor literario’ en primer plano.
Dicho de otro modo: o se ve el cambio en el estatuto de la literatura, y entonces aparece otra episteme y otros modos de leer. O no se lo ve o se lo niega, y entonces seguiría habiendo literatura y no literatura, o mala y buena literatura (2007).

Se presentan estos dos caminos y nuestra responsabilidad es posicionarnos siendo conscientes de que es una decisión ética y política que habla de nuestra concepción del oficio literario en el espacio social.

Conclusiones

En resumen, el canon es una institución que surge a partir de unas dinámicas sociales de poder en donde una élite letrada crea un valor literario para determinadas producciones, a través de los actos de relectura, reinterpretación y reevaluación, lo que les otorga a esas producciones el estatuto de modélicas, asegurando su supervivencia a lo largo del tiempo. Esto es problemático en la medida en la que se convierte en una herramienta prescriptiva para la literatura diciendo qué es y qué no es literatura y condicionando así las metodologías interpretativas que se desarrollan para el estudio de las obras.

Como una alternativa a la institución del canon surgen propuestas como la de Mignolo, con la visión del corpus que permite cambiar la forma de acercarse y evaluar a las producciones culturales de nuestra sociedad, para poder desmontar ciertos modelos e incluir otros tipos de producciones discursivas en la literatura. Una posición que puede ser provechosa, por cuanto nuestra sociedad produce cada vez más escrituras que se alejan de una preocupación por lo que es o no es literario, mientras abordan las realidades sociales para transformarlas y crear nuevos espacios relacionales en medio de un mundo en crisis.

Finalmente, para el oficio literario, esto constituye un llamado a tomar una posición frente a instituciones como la del canon, bien sea para perpetuarla o para transformarla apuntando a una comprensión que dialogue con diferentes tipos de saberes, historias y espacios; y, para la academia, un llamado a la construcción de un espacio transdisciplinar e incluyente en donde se aborde de manera crítica la creación de los curriculums o las listas de lectura con las que se guía a los estudiantes para hacer evidente la lógica de construcción de los programas que se enseñan.

Por mi parte, decido creer en la opción de que es posible salir del confinamiento de la academia, construir un oficio de la literatura que sea mucho más amplio y que esté en conjunción con una literatura productora de presente y que los conocimientos que se gestan allí sirvan para construir una sociedad diferente. La pregunta final es entonces cómo hacerlo, cómo pasar de la reflexión sobre el canon en un encuentro académico a una acción social con la comunidad que nos rodea. Por supuesto no tengo ninguna respuesta y tampoco creo que haya una sola, por lo que, de seguro, habrá que seguir dialogando y experimentando con la literatura.

Bibliografía

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Notas

1Dado que esta concepción se repite durante todo el texto ―tal y como advierte el título― es oportuno aclarar que entiendo la literatura como un oficio en tanto es una actividad que precisa de diversos conocimientos y habilidades que se alcanzan y se perfeccionan con el estudio y la práctica constante. En ese sentido, abogo por una comprensión amplia de este oficio en donde cabe la labor de la lectura atenta, de la crítica literaria, de la investigación teórica y de la docencia, al igual que la edición, la escritura, la divulgación, entre otras posibilidades.  ↩︎
2El encuentro se celebró del 12 al 13 de octubre de 2023 en la Universidad de Ginebra, Suiza.  ↩︎