Estudios de Lingüística del Español | Vol. 48 (2024)
DOI: 10.36950/elies.2024.48.7
Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución 4.0.

La construcción ideológica del español como lengua común a través del columnismo lingüístico en España (siglos XIX y XX)

Carla Amorós Negre

Universidad de Salamanca

ORCID: 0000-0001-9974-9748

Florencia Baez Damiano

Universidad de Buenos Aires

ORCID: 0000-0002-8555-5974

Resumen

Este trabajo se centra en la función de la prensa y, en concreto, en el columnismo lingüístico como agente clave en la construcción ideológica del español. Considera, desde un enfoque glotopolítico, el ideologema el español como lengua común e indaga en las ideologías lingüísticas que activa esta metáfora en diferentes momentos sociohistóricos, culturales y políticos, durante los siglos XIX y XX, en España. En un primer momento, se analizan las columnas sobre la lengua de Antonio de Valbuena y Francisco Commelerán, en las cuales la lengua común aparece como constitutiva del Estado nacional español; posteriormente, se indaga en las columnas escritas por Julio Casares, en las que la lengua española se asocia con el movimiento hispanófono; y, finalmente, se presta atención a las columnas de Santiago de Mora-Figueroa (Marqués de Tamarón), Emilio Lorenzo y Gregorio Salvador, textos en los que el español como lengua común se vincula al nacionalismo panhispánico. El análisis metalingüístico de estas columnas sobre la lengua (CSL) no solo testimonia los debates presentes en diferentes épocas en torno a la lengua española y otras lenguas en contacto, sino la relevancia de estos discursos en la difusión de posturas ideológicas sobre la concepción de la lengua y la autoridad lingüística.

Palabras clave:

Columnismo lingüístico, Ideologías lingüísticas, Glotopolítica, Lengua común, Español.

Abstract

This paper focuses on the role of the press and, specifically, on linguistic columnism as a key agent in the ideological construction of Spanish. It considers, from a glottopolitical approach, the ideologeme of Spanish as a common language and investigates the linguistic ideologies activated by this metaphor at different sociohistorical, cultural and political moments in nineteenth and twentieth century Spain. Firstly, we analyse the language columns by Antonio de Valbuena and Francisco Commelerán, in which the common language appears as constitutive of the Spanish national state; then, we examine the ones written by Julio Casares, in which the Spanish language is associated with the Hispanophone movement; and finally, attention is paid to the columns by Santiago Mora Figueroa (Marquis of Tamarón), Emilio Lorenzo and Gregorio Salvador, texts in which Spanish as a common language is linked to a pan-Hispanic nationalism. The metalinguistic analysis of these language columns (CSL) not only testifies to the debates present at different times around the Spanish language and other languages in contact, but also to the relevance of these discourses in the dissemination of ideological positions on the conception of language and linguistic authority.

Keywords:

Linguistic columns, Language ideologies, Glottopolitics, Common language, Spanish.

Introducción

Este artículo1 analiza la construcción discursiva del español como lengua común por parte del columnismo lingüístico en la España de los siglos XIX y XX. La historia de una lengua, la española en este caso, se configura a través de las prácticas, discursos y reflexiones lingüísticas que hablantes y agentes individuales y colectivos, mediáticos, institucionales, etc. vierten de manera más o menos explícita o implícita en torno a ella, sus variedades, las lenguas con las que está en contacto y también sus respectivos hablantes.

A este respecto, las conocidas como columnas sobre la lengua (CSL) constituyen un instrumento privilegiado con el que difundir y consolidar ideologías lingüísticas en el imaginario colectivo. Entre los artículos de opinión, las CSL son un “tipo singular de textualidad metalingüística” (Marimón Llorca en prensa) que presentan los siguientes denominadores comunes: tratan sobre cuestiones lingüísticas; se publican en la prensa; constituyen la expresión de un posicionamiento ideológico sobre la lengua de un individuo al que se le presupone autoridad en esta materia, quien, periódicamente, expresa sus opiniones sobre el uso, la norma, el cambio lingüístico, etc. Estos textos suponen y desempeñan un papel muy relevante en la transmisión de saberes sobre el lenguaje, al difundirse en un espacio de poder y tener la vocación de llegar e implicar a un público amplio (cfr. Marimón Llorca ed. 2019).

La concepción ontológica de la lengua que inspira este trabajo es socioconstructivista, en el sentido que interesan las lenguas como constructos sociales, “discursive objects that have been constituted in alignment with nation-states”, como apunta Schneider (2019: 4); de ahí que se defienda que el español es un artefacto social, ideológico y político, construido dinámicamente desde el discurso. Esta naturaleza abierta, fragmentaria y disputada del español como objeto discursivo que se va fraguando a lo largo de los siglos y que está en permanente elaboración y negociación sitúa en el centro del análisis el metalenguaje, es decir, “la capacidad del lenguaje para proyectar sobre sí mismo su poder referencial” (Del Valle et al. 2021:16 y ss.).

En este sentido, nuestra atención particular se dirige a la construcción e institucionalización del español como lengua común, uno de los principales ideologemas, esto es, “postulados o máximas que funcionan como presupuestos del discurso” (Del Valle 2007: 17) en un corpus de CSL de los siglos XIX y XX. Trazamos así el recorrido en la conformación discursiva del español como lengua común y cómo este símil va activando significados e ideologías de acuerdo al contexto sociohistórico y político.

Es claro que la construcción del español como lengua común tiene su correlato en la insistencia en el español como lengua patria y en la unidad del español, este último un tópico discursivo muy presente también en la actualidad entre los diferentes agentes de gestión y política idiomática en torno al español y que ya se observa en las primeras columnas sobre la lengua.

El análisis se realiza desde el enfoque glotopolítico y se centra en tres momentos sociohistóricos determinados a los que se adscriben los diferentes columnistas del corpus (véase 2). En primer lugar, se examina el empleo del ideologema del español como lengua común en las postrimerías del siglo XIX, cuando los escritores lo utilizaron como defensa frente a movimientos que reclamaban mayor autonomía política. En este momento histórico resuena la ideología del nacionalismo lingüístico en la defensa de un modelo monolingüe de organización bajo el lema ‘un estado-una nación-una lengua’ (cfr. Del Valle y Stheeman 2002). Al respecto, los autores Antonio de Valbuena y Francisco Commelerán se hacen eco del español como lengua nacional en el contexto político específico vinculado a la publicación de la duodécima edición del Diccionario de la lengua castellana (1884) de la Real Academia Española. Si bien existen posicionamientos diversos en los autores, se observa que los dos consideran que la lengua es el centro de la identidad vinculada a una territorialidad. El español tiene un carácter simbólico principal por considerarlo elemento constitutivo de la nación española.

En segundo lugar, el ideologema de la lengua común comienza a vincularse con el movimiento hispanófono, según el cual el español es la materialización de un orden colectivo a uno y otro lado del Atlántico, pero en cuya gestión España debe ocupar un lugar central respecto al resto de países hispanos. La insistencia en el hispanismo de esta época surge como respuesta tanto a la amenaza de movimientos nacionalistas periféricos en España como a la pérdida de influencia de esta tras la pérdida de las últimas colonias. Identificamos este segundo momento en la pluma de Julio Casares, para quien la lengua común, el español, debe abrirse a América, con la consiguiente incorporación y legitimación de usos lingüísticos propiamente americanos. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por generar un acercamiento con las antiguas colonias, no se renuncia a que España y la Real Academia Española sigan conservando antiguos privilegios y actuando como primus inter pares en la regulación y gestión del idioma.

El último periodo del recorrido glotopolítico atiende a la insistencia en el ideologema de la lengua común en la construcción de un nacionalismo panhispánico anclado en la lengua y que procura el distanciamiento discursivo del nacionalismo lingüístico. Como señala Del Valle (2007), muy especialmente desde finales del siglo XX, las nuevas condiciones políticas y la colaboración de los sectores empresariales van a permitir que España ejerza el liderazgo en la promoción de la hispanofonía. Así se observará en las columnas sobre la lengua del Marqués de Tamarón, de Emilio Lorenzo y de Gregorio Salvador.

La perspectiva glotopolítica en el análisis de las columnas sobre la lengua: las ideologías lingüísticas

Según se avanzó anteriormente, las columnas sobre la lengua serán analizadas desde la óptica glotopolítica (Arnoux 2000, 2008 y 2014; Del Valle 2017), un enfoque de indagación crítico que estudia las intervenciones en el espacio público del lenguaje, deteniéndose particularmente en la relación con procesos sociohistóricos y político-económicos más generales. Como sostiene Arnoux (2012: 163), la glotopolítica “comporta una dimensión aplicada, un hacer experto, el planeamiento lingüístico, asumido en general por entidades gubernamentales, tendientes a incidir en el espacio social del lenguaje respondiendo a distintas demandas”. La perspectiva glotopolítica recurre a herramientas metodológicas cualitativas del análisis del discurso, considerado por Arnoux (2008) como una práctica interpretativa con la que reconocer los procesos de producción de sentidos de las palabras, las regularidades, las vacilaciones y los índices de contextualización de los textos.

La glotopolítica tiene la particularidad de vincular el análisis lingüístico a los posicionamientos políticos, sociológicos e históricos para revelar los mecanismos de sometimiento, poder o manipulación ideológicos por parte de diferentes actores sociales (Arnoux 2012). De esta forma, estudia las representaciones sociolingüísticas2 presentes en los textos (Boyer 1991; Arnoux y Bein 1999, 2010) y recurre al estudio de las ideologías lingüísticas, categoría teórica asociada a ramas de la lingüística social, que se distanciaron de las corrientes formalistas e inmanentes de la lingüística, muy particularmente la antropología lingüística, la sociolingüística y la sociología del lenguaje (cfr. Silverstein 1979; Eagleton 1991; Schieffelin et al. 1998; Del Valle y Meirinho-Guede 2016). Es bien sabido que las ideologías lingüísticas adquieren una apariencia de inevitabilidad y una objetivación que oculta muchas veces los intereses restringidos de determinados grupos sociales, generalmente hegemónicos.

The topic of language ideology is a much-needed bridge between linguistic and social theory, because it relates the microculture of communicative action to political and economic considerations of power and social inequality, confronting macrosocial constraints on language behavior (Woolard 1994: 72).

La propuesta de ligar conceptualmente representación e ideología fue planteada ya por Althusser (1968: 191-192), para quien “la ideología es un sistema (que posee su lógica y rigor propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos, según los casos) dotadas de una existencia y de un papel históricos en el seno de una sociedad dada”. En este sentido, para la perspectiva glotopolítica, las ideologías lingüísticas se definen como sistemas de ideas que integran nociones generales acerca del lenguaje, el habla o la comunicación, con visiones y acciones concretas que afectan a la identidad lingüística de una determinada comunidad de hablantes (Del Valle 2005; Arnoux y Del Valle 2010). Se caracterizan por tres elementos: la contextualidad, el efecto naturalizador y la institucionalidad. De esta manera, los sistemas de ideas transforman el significado de los signos lingüísticos según el contexto sociopolítico de producción y recepción y las ideologías se presentan como incuestionables, naturales, evidentes (Del Valle y Meirinho-Guede 2016).

El corpus sobre el que se realiza el análisis glotopolítico está formado por 197 columnas sobre la lengua (CSL) publicadas por seis escritores entre 1885 y 2002. La construcción del corpus responde a un objetivo más general, esto es, estudiar la evolución de las representaciones, polémicas y discursos sobre la lengua española, a fin de desvelar qué imaginarios e ideologías lingüísticas perviven a lo largo del tiempo (véase, por ejemplo, Amorós y Baez 2023). En este trabajo nos interesa, particularmente, dar cuenta del papel desempeñado por el columnismo lingüistico desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX en la construcción discursiva del ideologema el español como lengua común.

Tal y como ha resaltado la bibliografía especializada (Marimón Llorca 2019: 108), el columnismo lingüístico puede considerarse una tradición discursiva que tiene punto de inicio en España con Antonio de Valbuena, quien comenzó a publicar en 1885. La consideración del columnismo lingüístico como tradición discursiva permite un estudio integral del fenómeno en dos dimensiones: las CSL son discursos sociales sobre la lengua a la vez que conforman espacios discursivos en los que se atestiguan cambios en la lengua (Marimón Llorca 2018; Gaviño Rodríguez 2021). De este modo, las CSL presentan regularidades en la forma, en el contenido y en la intencionalidad y son testimonios vivos de la evolución lingüística.

Autor

Fecha

Título Sección y periódico

Número de columnas

analizadas

De Valbuena, Antonio

1885-1888

‘Fe de erratas del Diccionario de la Academia’, El Imparcial

51

Commelerán, Francisco

1887

‘El diccionario de la lengua castellana por la Academia española’, EL Liberal

15

Casares, Julio

1959-1964

‘La Academia española trabaja’, ABC

27

De Mora Figueroa Tamarón, Santiago

1985-1986

‘El habla nacional’, ABC

44

Lorenzo, Emilio

1983-2002

‘Sin nombre’, ABC

49

Salvador, Gregorio

1987-1992

(ABC, Diario 16, El País) Política lingüística y sentido común

11

Tabla 1. Corpus de CSL (1885-2002)

El primero de los columnistas es Antonio de Valbuena, crítico literario leonés que escribe entre 1885 y 1888, con el título ‘Fe de erratas del Diccionario de la Academia’, en el popular periódico El Imparcial. Las columnas de Valbuena se centran en criticar la duodécima edición del Diccionario de la lengua castellana (1884) de la Real Academia Española. Por el contrario, Commelerán, gramático y lexicógrafo zaragozano, escribe en 1887 en defensa del Diccionario y de la Real Academia Española en El Liberal, también diario de orientación republicana. Los escritos de Commelerán se centran en justificar las decisiones que se tomaron en la obra lexicográfica académica relativos a la inclusión de diferentes vocablos. Consideramos que la publicación de esta obra puede, sin duda, considerarse de gran relevancia glotopolítica, dado que la duodécima edición constituye una gran renovación en cuanto al contenido (Fajardo 1996). Las principales innovaciones se encuentran en el incremento de abreviaturas, etiquetas o marcas caracterizadoras de léxico científico y técnico y en la incorporación de léxico arcaico sin marcación. También se recuperan las etimologías, hecho que origina considerables críticas (Jiménez Ríos 2021).

El Diccionario de la lengua castellana de la Real Academia Española, conocido tradicionalmente como DRAE, se inició en 1780 y, en la actualidad, cuenta con veintitrés ediciones3. En el momento que escriben De Valbuena y Commelerán el diccionario contenía en su título la denominación lengua castellana, hecho que se modifica a partir de la decimoquinta edición correspondiente a 1925. En ese año, la Academia resolvió modificar el título en favor de Diccionario de la lengua española, debido —como explican en el prólogo— a una “mayor atención consagrada a las múltiples regiones lingüísticas, aragonesa, leonesa, hispanoamericana que integran nuestra lengua literaria y culta”. Estas tensiones se van a observar en las columnas escritas por Julio Casares —académico de número de la RAE desde 1921 y secretario perpetuo desde 1939— tituladas ‘La Academia española trabaja’4 y publicadas en el diario ABC, entre 1959 y 1964, año en el cual se produjo su muerte.

El ABC había alcanzado ya el liderazgo de la prensa conservadora en el período de la Segunda República y se convirtió también en sostén de la dictadura franquista. Para ese entonces, el granadino Casares ya tenía una larga experiencia en la escritura de este género, que llevó a cabo desde finales de los años veinte y retomó después de la Guerra Civil. El interés por analizar las columnas de Casares radica en que constituye el primer contacto de la Academia con el público y construye un discurso pedagógico con el objetivo de demostrar a los lectores las novedades que se estaban preparando para incluirlas en la decimonovena edición del Diccionario de la Real Academia Española (1970).

También en el diario ABC escriben, ya en periodo democrático, los columnistas Emilio Lorenzo, catedrático de Lingüística Germánica en la Universidad Complutense de Madrid y académico de la RAE, y Santiago de Mora-Figueroa Williams, IX Marqués de Tamarón. Este último, jurista de formación, ejerció como embajador de España en diferentes países y ejerció como director del Instituto Cervantes desde 1996 a 1999, periodo en el cual se llevaron a cabo grandes proyectos para la difusión del español en el mundo.

Bajo la dirección del periodista Luis María Ansón, la ideología del periódico ABC continuó asumiendo la línea conservadora, católica y promonárquica aunada con el liberalismo económico, muy asociada al ideario de partidos políticos como Alianza Popular y, posteriormente, el Partido Popular.

El último de los columnistas del corpus es el profesor Gregorio Salvador. Dialectólogo y crítico literario de reconocido prestigio, fue académico de la RAE desde 1987 y vicedirector hasta 2007. Salvador publicó sus textos en diferentes medios, desde el ABC o Diario 16, uno de los periódicos de referencia del periodo de la transición democrática en España, hasta el País, otro de los grandes periódicos de la España democrática, de ideología centro-izquierda. De hecho, el apoyo expreso de El País al gobierno socialista en las elecciones de 1982 lo ha vinculado desde entonces con la socialdemocracia y con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Las columnas de Salvador fueron recopiladas, junto a otros textos procedentes de conferencias, en el volumen Política lingüística y sentido común (1992).

El ideologema del español como lengua común: del hispanismo al panhispanismo

3.1 La lengua común y el nacionalismo lingüístico español

La construcción discursiva del castellano o español como lengua común se encuentra presente desde las primeras columnas sobre la lengua en España, cuando el iniciador del género, Antonio de Valbuena, comenzó con la escritura de sus textos a partir de la publicación de la duodécima edición del Diccionario de la lengua castellana, en 1884. El escritor y periodista leonés se posiciona críticamente respecto de la obra y este hecho lo va a llevar a entablar un diálogo crítico con uno de los defensores del Diccionario, Francisco Commelerán. En el análisis, se observa, por un lado, la construcción de una lengua común en el sentido de creación de una supranorma general para el español a partir de la elaboración del estándar y, por otro, la reivindicación del español como lengua compartida por todos los españoles, frente a otros idiomas peninsulares.

Si bien ambos autores se enfrentan y se posicionan a partir de la defensa de intereses sociales y políticos distintos, como explicaremos más adelante, es posible sostener que propagan visiones ideológicas cercanas en relación con la lengua. En los dos se observa, por un lado, un debate por imponer la lengua que sirve como modelo para la nación y para perpetuar la unidad de España bajo una única lengua, el castellano o español5, una defensa del supremacismo lingüístico que les lleva a argumentar a favor de la exclusión o marginación de otras lenguas de España (cfr. Senz 2011; Marimón Llorca 2021).

Esta forma de legitimar la supremacía de una lengua sobre las demás es una constante en los estados nacionales modernos, construidos en general bajo una lógica homogeneizadora que alcanza también a las lenguas, no solo desde la perspectiva inter-lingüística sino también intra-lingüística, con la creación e imposición de una variedad lingüística sometida al control de distintas formas de poder: político, académico, intelectual y económico (Ramallo 2013: 41).

Esta ideología del nacionalismo lingüístico español supone, como sostiene Moreno Cabrera (2008), considerar que el español es una lengua íntrínsecamente superior a las demás con las que convive o ha convivido. El concepto de unidad de la lengua española que esta ideología defiende “no es lingüístico sino político porque no hay lenguas reales unitarias” (Moreno Cabrera 2010: 8). El calificativo común parece, pues, vetado a otras lenguas, como catalán, gallego y asturiano, etc. que podrían igualmente ser consideradas como tales en sus respectivas comunidades autónomas, puesto que “una gran parte de la población al menos las entiende”.

En este contexto, es claro que en España el español adquirió pronto el calificativo de lengua o idioma nacional, patrio, como se observa en la pluma de Valbuena, mientras que catalán, gallego o vasco demandan todavía ser reconocidos como tales en sus respectivos territorios.

(1)

No es de ahora, justo es confesarlo, no es de ahora en la Real Academia Española, cuyo soberbio lema dice que limpia, fija y da esplendor, el emborronar, confundir y deslustrar la lengua patria (De Valbuena, Columna I: 3).

Las críticas construidas por De Valbuena se basan en demostrar que la Real Academia Española no es competente para registrar las palabras y describir los usos del castellano. Considera que esta institución desprestigia la lengua y, por lo tanto, “es empresa tan boba buscar el castellano ó la razón en libros de académicos” (De Valbuena, Columna XX: 181). La posición del autor se vincula a su participación en el movimiento político carlista, que defendió la conservación de la religión católica y la monarquía tradicional. De hecho, en el Prólogo (1887) explica que su participación en El Imparcial no significa la renuncia a las ideas carlistas. Así sostiene:

(2)

Porque ya sabía yo que si ponía mi nombre en El Imparcial, aun cuando fuera para defender el habla hermosa de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, lo primero que en su falta de caridad y de criterio se les había de ocurrir á los falsos tradicionalistas era escandalizarse, pensando y diciendo de mí que había apostatado (De Valbuena, “Prólogo”: XVII).

De Valbuena considera que escribir sus críticas hacia los académicos lo lleva a ser acusado de realizar una tarea antipatriótica y de ir en contra del “movimiento de aproximación á España que se nota en las repúblicas de América”, aunque él pretende “limpiar y acristianar el Diccionario” (De Valbuena, Columna XXIV: 211). De hecho, manifiesta que no se opone a este movimiento, aunque considera que no hay que darle “gato por libre á los americanos” (Columna XXIV: 211) y se limita a enmendar los “disparates” que surgen en el Diccionario.

De Valbuena opina que la Academia debería centrarse en registrar la lengua común, entendida como la variedad castellana, inspirada en la España católica. El nacionalismo lingüístico presente en De Valbuena le lleva también a construir la unidad nacional a partir de la defensa de una única lengua y variedad, el castellano centro-septentrional. A su entender, la Academia debería constituir una autoridad más respetada por las colonias americanas, en las cuales, según él, solamente se deberían utilizar las palabras que ella autoriza. “¿Qué extraño es que nadie obedezca á la Academia fuera de su casa, cuando ni aun dentro de ella son obedecidas sus prescripciones?” (De Valbuena, “Apéndice I”: 250). La vinculación entre idioma, nación y territorio es clara en todos sus escritos.

Commelerán, por su parte, filólogo y latinista zaragozano, se trasladó a Madrid tras ganar la plaza de catedrático del Instituto Cardenal Cisneros, donde se desempeñó como director. En 1890, tras sus publicaciones en defensa del Diccionario en la prensa, accedió a un sillón en la Real Academia Española, imponiéndose a la candidatura de Benito Pérez Galdós. El acceso a este puesto fue, sin duda, favorecido por el apoyo de Cánovas del Castillo.

En relación con la lengua, Commelerán coincide en el mismo propósito de defender la unidad nacional a través de la lengua común, el español, pero discrepa con De Valbuena en la valoración sobre las tareas llevadas a cabo por la Real Academia Española. Para el lexicógrafo zaragozano, las críticas a la Academia, que debe considerarse la autoridad lingüística indiscutible, implica una crítica a la patria. Así se expresa, refiriéndose a De Valbuena:

(3)

Empresa menguada, ruin, innoble y antipatriótica, es la que ese mal español sin más medios que una ignorancia inconcebible y una osadía sin límites, se ha propuesto realizar. ¡Que Dios y la patria se lo paguen! (Commelerán, “Al que leyere”: 5).

De este modo, Commelerán centra sus columnas en un procedimiento de desacreditación de la figura de Valbuena, evitando incluir su nombre. Utiliza el seudónimo que su adversario había empleado ‒‒Miguel de Escalada‒‒ o se refiere a él como V., con la finalidad de que los lectores comprendan fácilmente a quien van dirigidos los ataques. Sostiene, pues, que las críticas hacia el Diccionario producen a la patria “oprobio y deshonor inmerecidos” (Commelerán, Columna I: 8).

En este proceso, Commelerán resalta el trabajo “nacional” que llevan adelante los académicos, quienes “con verdadero entusiasmo trabajan por levantar la cultura española al mismo nivel que la de los países más adelantados” (Commelerán, “Al que leyere”: 5). El objetivo era “dotar á España de un Diccionario que estuviera á la altura” (Commelerán, Columna I: 7). Para este autor, existe un castellano común conformado por palabras que son conocidas y utilizadas del mismo modo en “todo el mundo” (Commelerán, Columna VIII:70). Para dar cuenta del imaginario en el cual Castilla representa la autoridad, sostiene que el diccionario se elaboró de acuerdo con los usos de los “doctos escritores”, quienes recurrieron a la gramática, “el arte por medio de reglas fundadas en la lógica que enseña a hablar un idioma con propiedad y corrección” (Commelerán, Columna XIII: 122). Estos escritores son Boscán, Mendoza, Santa Teresa, Cervantes, Quevedo, Tirso, Calderón, Cicerón, Lope o Bretón, entre otros, quienes “fijaron la propiedad del habla castellana” y dieron cuenta “del carácter natural de nuestra lengua” (Commelerán, Columna XIII:121). En contraposición, se hallan otros escritores “laístas” como Ercilla, Moratín o Meléndez, que “afean, sin poderlo remediar” la lengua (Commelerán, Columna XIII: 122).

Otro aspecto que surge en el intercambio de columnas sobre la lengua entre De Valbuena y Commelerán se relaciona con el menosprecio a la diversidad lingüística y el peligro que representan, a su entender, otros pueblos y comunidades lingüísticas, como la catalana, la gallega, o la vasca, que ponen en peligro la unidad de España. En este sentido, De Valbuena discute, por ejemplo, que se incluyan en el Diccionario palabras procedentes de las “provincias vascongadas”, en las cuales una de las lenguas oficiales es el euskera, o palabras catalanas provenientes de las Islas Baleares, Cataluña y Valencia. Para él, los diccionarios deberían recuperar “palabras clásicas, genuínas y legales” (De Valbuena, Columna II: 14), un privilegio que parecen ostentar solo los vocablos de filiación castellana. Así, De Valbuena considera que las palabras castellanas y leonesas son superiores y manifiesta que “el lector discreto no adivinará cómo pueda enriquecerse un Diccionario de la lengua castellana con provincialismos vizcaínos, ni discurrirá qué vocablos castellanos pueda haber que sólo en Vizcaya se conozcan” (De Valbuena, Columna II: 15). De la misma manera, se refiere a otras comunidades lingüísticas y sostiene: “¡Provincial de Vizcaya! ¡Provincial de Valencia! ¡Provincial de Cataluña!... todo en un Diccionario de la lengua castellana... y para coronamiento ¡provincial de Castilla! ¿Es esto serio?” (De Valbuena, Columna II: 16).

En las columnas de Commelerán también se observa un posicionamiento claro en relación con la conservación de la unidad de la lengua española, para lo cual el escritor desestima que el Diccionario incluya palabras de origen gallego o asturiano, por ejemplo. Commelerán discute con De Valbuena en estos términos: “Ya ve, pues, Escalada cómo aballar, en la signficación de bajar ó abatir, no abajar, como él dice, no puede ser más castellano” (Commelerán, Columna II: 19).

En este sentido, Commelerán refuerza la inadecuación de ciertos términos, a partir de la discusión generada por Valbuena, quien, por ejemplo, a propósito de las entradas abellas, abellar, abellero, abeya y abeyera, las considera cinco ripios, tres gallegos y dos asturianos, motivo por el cual “están de sobra”. Al respecto, afirma:

(4)

[…] en los Fueros de Angón, folio 106, se lee: «E que los ditos ganados, abellasó vasos metrán ó sacarán del dito Reyno»; y en las Ordenanzas de Abejeros de Zaragoza: «Por beneficio e utilidad de la dicha Contraria Confraires de aquella conservador de las abelJas y abellares»; De donde lógicamente se infiere que el crítico de los ripios, ó ignoraba la existencia de estas autoridades, ó cree que Aragón y Castilla son lo mismo que Galicia y Asturias (Commelerán, Columna IV: 37).

Según el autor zaragozano, la Academia incluye estas palabras como “anticuadas”, pero enfatiza que fueron usadas también en Castilla y Aragón. Así, tanto Valbuena como Commelerán coinciden en que no se deben incluir palabras gallegas o asturianas en el Diccionario, pero cada uno presenta una visión distinta respecto de la procedencia regional de ciertas voces. La pugna concierne, pues, a los orígenes de muchos vocablos, pero no al rechazo por la inclusión de palabras foráneas que les resultan inadecuadas en la construcción y codificación de un español común.

Este debate testimonia la instrumentalización de la lengua española para los fines político-ideológicos de la construcción de España como estado-nación. En este proceso de consolidación de una conciencia y un sentimiento nacional, resultó fundamental el ensalzamiento del castellano o español como lengua nacional, patria, en el territorio peninsular y también en ultramar, para lo cual la contribución de los intelectuales y la prensa del XIX fue crucial (Núñez Seijas 2018).

3.2 Un español unido para la hispanofonía

A mediados del siglo XX, las circunstancias políticas, ideológicas y sociales de España habían cambiado sobremanera. Como sostienen distintas autoras (Marimón Llorca 2018; Azorín Fernández y Santamaría Pérez 2020), si bien en 1959 ‒‒fecha de publicación de la primera columna de Casares de esta serie‒‒ España se encuentra en pleno franquismo, se acerca la década de los sesenta, marcada por cambios modernizadores que, en el terreno lingüístico, traen un caudal de nuevo vocabulario. La RAE considera que algunas de esas transformaciones deben incluirse en el nuevo diccionario, pero también que es necesario establecer una clara regulación.

En este contexto, Julio Casares es el primer integrante de la RAE que establece un contacto con los lectores con la finalidad de mostrar y justificar las nuevas voces seleccionadas para ingresar en la decimonovena edición del DRAE, que se publicó tras el fallecimiento del filólogo, en 1970. Los textos publicados por Casares entre 1959 y 1964 constituyen un subgrupo de columnas sobre la lengua que podrían denominarse columnas académicas (Marimón Llorca 2018: 172). Se trata de textos firmados siempre por un académico de número de la RAE cuyo objetivo no es resolver las dudas de los lectores u observar el uso que se hace de la lengua en los medios de comunicación, sino transmitir, hacer visible y accesible el trabajo institucional de la Academia.

Teniendo en cuenta el recorrido diacrónico del trabajo, recuérdese que en el último tercio del siglo XIX España había comenzado un proceso de acercamiento con sus antiguas colonias americanas. A medida que se iba reconociendo la soberanía política de las nuevas naciones, se iban estableciendo organismos homólogos en América que respondieran al programa cultural y lingüístico de España y de la Real Academia Española. Hasta bien entrado el siglo XIX, el español no se sentía todavía como la lengua de todos (López García 2007b). Esta sería una consigna ideológica que se propagaría con las independencias americanas, cuando el español fue adoptado como lengua nacional por las nuevas naciones.

Las representaciones ideológicas del lenguaje que emergen en los textos de Casares se encuentran en sintonía con las circunstancias de producción, un contexto en el cual “la lengua española se convierte no solo en una herramienta fundamental para la articulación del Estado-nación sino también en un disputado símbolo de identidades nacionales” (Del Valle 2015: 267). Para esa época ya habían sido creadas las primeras academias que aceptaron los objetivos de la RAE de unificar, purificar y enriquecer la lengua: la colombiana (1871), la ecuatoriana (1874), la mexicana (1875), la salvadoreña (1876), la venezolana (1883) y la argentina (1931). Asimismo, influyen en la construcción y reproducción de las ideologías lingüísticas hechos que marcan un cambio en la política y planificación lingüísticas en torno al español, como la primera reunión de todas las academias de la lengua española, en 1951, y la posterior creación de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).

De este modo, en Casares observamos claramente el esfuerzo realizado desde la RAE por desarrollar una conciencia compartida con las antiguas colonias. Este intento por defender la idea de una cultura compartida común, como sostiene Del Valle (2007), materializada en la lengua española, existía a ambos lados del Atlántico y constituía la base de una entidad política y económica operativa, es decir, una verdadera hispanofonía.

Casares demuestra distintas tensiones entre sus propias opiniones y las que toma como secretario de la RAE, en un contexto político en pleno franquismo. Esta posición se evidencia, según se revela en el análisis, también en sus columnas sobre la lengua. De hecho, en 1951, Casares fue quien firmó la carta oficial enviada a Alejandro Quijano ‒‒director de la Academia Mexicana‒‒ para confirmar la no asistencia de los españoles a la primera reunión con todas las academias de la lengua española. Como afirma Del Valle (2015), Casares le envío dos cartas: la carta oficial y una carta personal en la cual explicaba las circunstancias en las que se había tomado la decisión. En la carta personal detalló que les había llegado una nota ministerial en la cual no se les prohibía expresamente la asistencia individual al Congreso, pero que esta no sería vista con agrado.

En este sentido, en alguna de sus columnas, Casares presenta a la Academia con cierta apertura respecto a los “insistentes requerimientos” de Hispanoamérica y se propone establecer una “comunicación con el público” (Casares, ABC, 15 de marzo de 1959). De hecho, manifiesta que el trabajo que lleva adelante la RAE se basa en una labor “de la que no he hablado hasta ahora: el estudio de la lengua de Hispanoamérica” (Casares, ABC, 02 junio 1961) y continúa: “El impulso inicial para que la Academia cambie de criterio nos ha llegado de América en forma de un acuerdo tomado por la Academia Colombiana y comunicado a la Española en 27 de octubre último” (Casares, ABC, 02 de junio de1961).

Sin embargo, tal comunicación consiste únicamente en mantener al público informado respecto de los cambios lingüísticos, pero sigue siendo la Academia [Española] quien toma las decisiones en relación con la lengua y legitima o deslegitima usos lingüísticos, con la finalidad de proteger la identidad social y cultural. Incluso la RAE se presenta como la única autoridad capaz de perdonar a quienes utilizaron palabras “pecaminosas” que antes no eran permitidas.

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Lo que al lector medio le ha de importar, si no estoy equivocado, es ver que muchas palabras corrientes que él ha empleado con algún recelo porque no están en el Diccionario—si es persona que lo consulta—o porque suelen escribirse con bastardilla o para indicar que no pertenecen a nuestra lengua, han dejado de ser pecaminosas. Y también le interesará saber, en casos de vacilación entre diversas formas de un vocablo, cuál de ellas ha merecido la preferencia de la Academia (Casares, ABC, 15 de marzo de 1959).

Al mismo tiempo, la institución española será la encargada de juzgar las palabras a partir de “diversas categorías: galicismos, anglicismos, términos de la lengua corriente, vocablos de uso familiar, vulgarismo, etc.” (Casares, ABC, 15 de marzo de 1959). Casares, por ejemplo, dedica una columna a la explicación de tres galicismos a los que el Diccionario “acaba de ofrecer hospitalidad” (Casares, ABC, 02 de marzo de 1961), como es el caso de la palabra avalancha, conocida por tener “mala fama”. El columnista explica que la aceptación del vocablo como sinónimo de alud fue propuesta por la Academia Colombiana y justifica la incorporación a partir del uso que realizaron autores que todo “el continente americano, desde Méjico a la Argentina” conoce, como Sarmiento, E. Mallea, Güiraldes. Y sostiene: “No puede, pues, negarse que el vocablo avalancha ha tenido y tiene, en España e Hispanoamérica uso muy general que alega la Academia Colombiana” (Casares, ABC, 02 de marzo de 1961).

Así, en las columnas de Casares se defiende la inclusión en las obras académicas de nuevas palabras en “nuestra lengua”, atendiendo a la extensión y generalización del uso en las distintas regiones hispanas: “Las Academias siempre proceden con cautela, de la comprobación de un uso general” (ABC, Madrid, 02 marzo 1961).

De esta manera, intenta proyectar una imagen para la Real Academia Española que se aleje de lo conservador y lo tradicional, haciendo gala en sus columnas de un “purismo modernizador”, con un discurso que acepta los cambios en la lengua, pero siempre bajo la autoridad lingüística ejercida desde España (cfr. Amorós y Báez 2023).

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Según se anunciaba en el artículo anterior, este de hoy, último por ahora, se dedicará a tratar de los verdaderos americanismos aceptados por la Academia, es decir, los que no corresponden a voces o acepciones usuales también en España pero que no figuran en el Diccionario. De manera provisional los vamos a clasificar en tres grupos: los comunes a toda (o casi toda) Hispanoamérica; los que se usan en dos o más países; los peculiares de un solo país... mientras no surjan otros reclamándolos también como suyos (Casares, ABC, 17 de junio de 1961).

El objetivo de Casares es “dar publicidad a algunos de los más recientes acuerdos de la Real Academia Española en materia de léxico” (Casares, ABC, 8 de abril de 1959) y, para ello, también introduce referencias ‒‒aunque escasas‒‒ a otras lenguas de España.

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Todos los tratadistas técnicos y cuantos escritores quieren referirse en sentido recto a ese fenómeno geológico, que consiste en el desprendimiento de grandes masas de nieve que descienden de las cumbres, continúan llamándolo “alud”, “lurte” (en Vasconia, región pirenaica y Aragón) o “argayo de nieve” (en Asturias) (Casares, ABC, 2 de marzo de 1961).

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A continuación de los veinticinco gentilicios anotados, correspondientes a otros tantos nombres de lugar, citaremos algunas voces recién admitidas que también guardan alguna relación con la geografía […] el vascófilo es la persona versada en estudios vascos, ya sean lingüísticos, etnológicos, históricos o de otra índole (Casares, ABC, 3 febrero 1961).

Sin embargo, considera que en España existe un conocimiento mayor de los usos de todos los pueblos en comparación con Hispanoamérica y menciona que el Atlas lingüístico de España “está en vías de publicación” (Casares, ABC,17 de junio de 1961). En este sentido, hace hincapié en el deseo de la RAE de registrar usos comunes a uno y otro lado del Atlántico, en un proceso que tiende a la convergencia en la estandarización lingüística:

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¿Qué hace la Academia cuando comprueba que una voz tiene uso en seis u ocho provincias españolas geográficamente dispersas (Cádiz, Toledo, Soria, Valladolid, Burgos, Santander, etc.), es decir, que no forman parte de una región, como Andalucía, Aragón o Extremadura? Pues suprime en el Diccionario toda indicación de localidad y registra dicha voz como de uso general en toda España, aunque no conste que sea conocida en determinada provincia (Casares, ABC, 17 de junio de 1961).

Por lo dicho anteriormente, consideramos que en las columnas de Casares se hace patente tanto la discusión en torno a la conformación de un estándar común para la lengua española, como la ideología vinculada a la hispanofonía que, según señala Del Valle (2007), alcanzaría su auge con las nuevas condiciones sociopolíticas y económicas a partir de la aprobación de la Constitución Española de 1978. En efecto, Casares refuerza el reconocimiento de la naturaleza dinámica de la lengua en España, abrazando usos que anteriormente no se aceptaban, al tiempo que contribuye a la construcción del ideologema del español como lengua común que hermana ya no solo a los españoles, sino a todas las naciones de habla hispana.

Tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar, muchos intelectuales habían visto en América el lugar idóneo donde España podría recuperarse del desastre del 98 y legitimar su autoridad en una época en la que estaba siendo cuestionada por los nacionalismos periféricos. La idea de aunar a todos los pueblos de lengua española y espíritu cristiano nació con el nombre de hispanidad, “concepto que pretendía una trascendencia del nacionalismo español, [que] marcó el límite de máxima evolución del hispanoamericanismo conservador” (Sepúlveda 2005: 157). El énfasis en el vínculo lingüístico existente entre España e Hispanoamérica llevó incluso a algunos autores a postular la existencia de una raza cósmica (Vasconcelos [1921] 2001), aglutinadora de lenguas y culturas, que daría expresión a la identidad hispana y contrarrestaría la amenaza del poder norteamericano. A esta idea de hispanidad se opusieron quienes, como Fernando Ortiz (1910: 105; citado en Vázquez Villanueva 2008: 67), denunciaban el rol tutelar de España: “una cruzada española por la raza y el idioma es una conquista espiritual de América encubriendo una campaña de expansión mercantil”.

De la mano de columnistas como Casares se observa que la exaltación de la hispanofonía permitía conservar el esquema nacionalista, pero, en lugar de ampararlo en la tradicional reivindicación territorial, le otorgaba raigambre lingüística: “Es ajeno a nosotros el concepto de raza en sentido biológico; nuestro sentido de raza nos lo da la lengua” (El Mundo de San Juan de Puerto Rico, 25/12/ 1969; citado en Alvar 1986: 256). De este modo, la hispanofonía podía desvincularse de las connotaciones negativas que envolvían al concepto hispanidad, asociado al término raza, que, por esa época, había desaparecido prácticamente de los discursos de los intelectuales, escritores y otros personajes públicos.

3.3 La lengua común y la construcción del nacionalismo panhispánico

Las columnas del Marqués de Tamarón inciden también en el carácter de lengua común del español, “el capital más valioso de que dispongo” (“La perversión del lenguaje”, 2 de noviembre de 1985) —comenta‒‒ en alusión al español como única lengua que puede servir de vínculo de fraternidad, unión e identidad no solo nacional sino internacional con los países hispanoamerianos. Bajo el sugerente título de sección “El habla nacional”, el escritor gaditano critica con vehemencia usos generalizados, fundamentalmente entre políticos, periodistas, escritores y otros “formadores de opinión” que empobrecen y corrompen, a su juicio, el idioma (“Idiotismos de los políticos”; ABC, 11 de mayo de 1985), con verborrea, neologismos, imprecisiones, etc. “lo depauperan” (“Todo tema es postema”, ABC, 22 de junio de 1985).

Así las cosas, especialmente relevante para el análisis metalingüístico es el darwinismo social aplicado a las lenguas que se observa de manera muy explícita en sus escritos cuando establece una jerarquización entre “lenguas peregrinas” y “lenguas bárbaras” (“Los falsos amigos”, ABC, 21 de septiembre de 1985) y una diferencia cualitativa entre el español o castellano, su única “lengua propia” y “otras que nos son ajenas y que por eso mismo llamamos extranjeras o extrañas”, lenguas que, contraviniendo un principio claro de la ciencia lingüística, se atreve a clasificar en más o menos difíciles. La superposición y hegemonía otorgada al español frente a las otras lenguas de España es muy clara en pasajes como el siguiente, en referencia al euskera:

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La pobreza y la imprecisión de una lengua la hacen inútil para tratar asuntos complejos en la política, el derecho y la filosofía. Ya Unamuno, socarrón, aconsejó a sus paisanos que intentasen traducir la Crítica de la razón pura de Kant, al vascuence antes de dar el espaldarazo definitivo a esta lengua. Sin riqueza lingüística no se pueden analizar ni resolver los problemas llenos de matices de una civilización complicada (Tamarón, “Tres mentiras”, ABC, 15 de junio de 1985).

No extraña en la pluma del Marqués de Tamarón la referencia al término vascuence, dado que, tal y como comenta en otras CSL, concibe la diversidad lingüística individual y social como problema, “castigo de Babel” o “glosolalia” (“Maputo y otros topónimos”, ABC, 17 de agosto de 1985). Así se entiende su ferviente crítica al empleo del glotónimo euskera por vascuence6, que relaciona con los intereses “nacionalistas”. Aunque ambas sean opciones legitimadas, además, por las instituciones académicas, para este autor, la denominación indiscutible que debe emplearse es la de filiación castellana. Repárese en cómo el nacionalismo político y lingüístico lo asocia exclusivamente a la defensa y reivindicación de la promoción y uso de otras lenguas en España. Por consiguiente, Tamarón no considera que ejerce nacionalismo lingüístico cuando resalta la hegemonía y superioridad intrínseca de una única lengua, la española, porque se trata de una supremacía implícita desde la construcción de España como estado-nación. No olvidemos que la conversión de una variedad vernácula en lengua nacional estándar y su imposición a los hablantes de otras lenguas fue uno de los objetivos prioritarios de la Modernidad europea, cuyo conocimiento y uso fomentaría la idea de pertenencia a una misma comunidad y reforzaría los lazos de unión entre sus miembros (cfr. Del Valle y Stheeman 2002).

El imaginario nacionalista requería del ensalzamiento de una única lengua común para encarnar el espíritu de la emergente, moderna y uniforme nación española. En consecuencia, el castellano, lengua prestigiosa y prestigiada muy especialmente desde los siglos XVI y XVII, que había gozado de una expansión internacional sin precedentes con el reinado del emperador Carlos I, se alzó victoriosa en el proceso de institucionalización de la cultura monoglósica nacional tanto en la península ibérica como en los dominios conquistados en ultramar, en los cuales, a lo largo del siglo XIX, emergerían las distintas repúblicas hispanoamericanas de la mano de las élites criollas. El resto de lenguas peninsulares (catalán, gallego, euskera, etc.) y americanas (quechua, náhuatl, guaraní, aimara, etc.) no tuvieron apenas cabida en los proyectos de construcción de las comunidades nacionales imaginadas a uno y otro lado del Atlántico (Amorós-Negre 2021: 127).

Así pues, en los textos de Tamarón se constata cómo el monolingüismo reductor era solo empobrecedor si se practicaba en otras lenguas distintas al español. El autor se mostraba, por lo tanto, muy contrario al mayor compromiso institucional que comenzó en España con la Constitución de 1978, que abrió el camino a la descentralización y al reconocimiento del multilingüismo con la cooficialidad de otras tres lenguas (catalán, gallego y euskera) en sus respectivas comunidades históricas. Justamente, entre las leyes de normalización lingüística con las que se desea garantizar el uso público de otras lenguas minoritarias para lograr un multilingüismo más armonioso, se encuentra el empleo de los topónimos en las lenguas autóctonas (A Coruña, Gasteiz, Lleida, etc.).

La insistencia en trabajar por la unidad del español estará particularmente presente en otro de los columnistas, Emilio Lorenzo, que muestra preocupación por las funestas consecuencias que tendría una fragmentación interna del sistema de la lengua española. De esta manera, Lorenzo enfatiza la necesidad de que se trabaje a uno y otro lado del Atlántico para evitar la disgregación, que perjudicaría a todas las naciones de habla hispana y que es palpable en la diferente manera en que se adoptan términos científicos y técnicos, por ejemplo, en los distintos países hispanos (cfr. “El español de México” (I) y (II) 1996; “No todo es inglés” 1997). Suenan, por tanto, en estos ejemplos ecos del temor a la ruptura idiomática que varias décadas antes habían expuesto Rufino José Cuervo o Dámaso Alonso.

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Para mí es indiferente que aceptemos o rechacemos -informática y ordenador -tomados del francés, o sus sinónimos -computación y computador/a’, tomados del inglés. Lo malo es que se acepten todos y se produzca una escisión entre el español de España y el español de América (Lorenzo, “Francofonía”, 1993).

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Creo que los hispanohablantes deberían ponerse de acuerdo, lo cual puede antojarse utópico. El cultivo de la identidad, la búsqueda del hecho diferencial, noble ambición que nadie discute, entra a menudo en conflicto con la unidad del idioma” (Lorenzo, “Palabras con gancho, Antofagasta”, 1998).

Al igual que la mayoría de los columnistas del corpus, Lorenzo opina que la unidad del idioma depende, fundamentalmente, de la explícita formulación y codificación de unas normas lingüísticas comunes. La gestión lingüística de las academias de la lengua española tiene, por tanto, a su juicio, un rol mucho más importante que el contacto, las prácticas lingüísticas y culturales y voluntad de entendimiento de los propios hispanohablantes, que participan del uso y cultivo de una misma lengua histórica que ha desarrollado diferentes tradiciones discursivas.

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[Las academias de la lengua española] tienen el imperativo de velar por la uniformidad y cohesión de una lengua que abandonada al capricho de sus hablantes perdería el carácter de instrumento internacional de comunicación basado en la observancia de reglas y usos ortográficos que frenan su fragmentación y dispersión. Confiemos en que las reglas se mantengan vigentes” (Lorenzo, Ortografía regulada y desmadrada”, ABC, 2001).

No obstante, y, paralelamente a las denuncias que el columnista lleva a cabo sobre los ‘vicios’, usos anómalos y deformaciones del español, en sus CSL resalta también el papel de los hablantes en el devenir del cambio lingüístico: “En definitiva, son éstos [los hablantes] quienes acaban decidiendo los usos y derroteros de nuestra lengua común” (“Réquiem por el cuyo”, 1999).

Una vez más, adviértase cómo el polisémico término lengua común (López García 2007a) se emplea aquí para aludir a su carácter de lengua compartida, símbolo de unión, que muchas veces de manera encubierta se emplea para presentar el español como lengua superior, resultado de una transformación cualitativa del dialecto castellano y justificar su imposición sobre lenguas más minoritarias.

Sin duda, la presentación del español como lengua común se incrementó notablemente desde la última década del siglo XX, particularmente desde que la dirección de la RAE recayó en Fernando Lázaro Carreter (1992-1998) y, sobre todo, en Víctor García de la Concha (1998-2010). Existía un acuerdo e interés unánime por presentar el español como la lengua de todos, el vínculo de unión entre todos los países de habla hispana, dirección en la que se renovaron los Estatutos de la Real Academia Española7, así como el conocido lema unifica, limpia y fija, que orientó la elaboración de la Ortografía (1999) y la actualización de la 22ª edición del DRAE (2001). Es en este contexto donde comienza a difundirse el panhispanismo.

Según documenta Sepúlveda (2005), fue el escritor cubano Ortiz el primero en emplear el término panhispanhismo, definido como “la unión de todos los países de habla cervantina, no solo para lograr una íntima compenetración sino para, también conseguir una fuerte alianza económica” (Ortiz 1910: 8), en torno al cual, como sucede con todos los ismos, se vertebró todo un discurso ideológico. A este respecto, el año 2004 marcó un hito en el proceder de la política y la planificación idiomáticas en torno al español. Se inició la oficial Nueva política lingüística panhispánica (ASALE 2004), en la que se presentaron los proyectos lexicográficos y gramaticales académicos futuros con un intencionado cambio de orientación que suponía poner el foco no tanto en la pureza sino en la unidad (Del Valle 2011).

En este momento, el ideologema del español como lengua común, tanto en lo referido a la codificación de normas comunes y generales para todos los países hispanófonos, como en lo que atañe a su función como símbolo de unión de todos los países y hablantes hispanos, adquiere la mayor imbricación. En efecto, las academias de la lengua española y organismos como el Instituto Cervantes fueron muy conscientes de que el peso sociocultural y económico asociado al español y su proyección internacional aparecían irremediablemente ligados al español americano y a la promoción del valor de pertenencia a una mancomunidad hispana. Esa comunidad imaginada, la patria común de la que habla el profesor Del Valle (2007), se sustenta, precisamente, en el componente idiomático, “el sentimiento de pertenencia a este continente que es la lengua española” (Serrano Migallón 2007), la única que se presenta como apta para actuar como vínculo de fraternidad e hispanidad en los textos analizados.

En este estado de cosas, lingüistas, filólogos, columnistas ensalzarán el sentimiento de unidad y las sustanciales ventajas de contar con una lengua común y mayoritaria, con un gran número de millones de hablantes, tal y como se interpretan las reflexiones del profesor Lorenzo. A propósito de la política lingüística europea de la década de finales de los ochenta y los noventa del siglo XX, cuando se hablaba de una comunidad económica europea, precedente de la actual UE, Lorenzo celebra la creación del Instituto Cervantes, para que lleve a cabo “una política lingüística coherente en materia de lengua”, como había hecho antes Francia, con su lengua nacional (cfr. “El francés dejó su impronta”, 1990). Lorenzo se muestra así partidario de la búsqueda de mayor homogeneidad lingüística en el territorio peninsular, “de la acción niveladora de la moderna civilización”, mostrando, por tanto, su clara adhesión a la institucionalización de la cultura monoglósica (cfr. “Francofonía”, ABC, 1993).

Otro tópico discursivo presente en las columnas de Lorenzo es “la maldición bíblica de la Torre de Babel [que] han venido sufriendo, con mayor o menor resignación los humanos” (“La traducción automática”, 1999). A pesar de que la ciencia lingüística ha puesto de relieve que todas las lenguas del mundo son fruto de una misma capacidad cognitiva de la especie humana, sistemas lingüísticos de igual valor nativo que dan cabida al pensamiento abstracto y racional y satisfacen las necesidades comunicativas de sus respectivos hablantes, el ideologema del multilingüismo o plurilingüismo como castigo sigue también muy presente en columnistas de finales del XX, y se vincula de forma más o menos explícita a la exaltación de la primacía del español como lengua común compartida.

Sin embargo, en referencia a la concepción del multilingüismo como problema, es el profesor Gregorio Salvador el más contundente a la hora de referirse a la riqueza lingüística como un obstáculo para el progreso y la eficiencia de las comunidades etnolingüísticas. Salvador se pronuncia en torno a “la esencial desigualdad de las lenguas” o “al frenesí babelizador que se extiende por el mundo” (“Viaje al confín del idioma”, 1989). En muchos de sus escritos hace gala del valor meramente instrumentalista y pragmático que atribuye a las lenguas, al afirmar que “son utensilios de mayor y menor utilidad” (“La esencial desigualdad de las lenguas”, 1988). Es, en consecuencia, quien más abiertamente se manifiesta en las columnas a favor del monolingüismo en España, personificado en el castellano o español, “lengua común de España”, “la lengua española por antonomasia” (“Lenguas y hablantes”, 1990), frente a las que llama “lenguas particulares”, “lenguas vernáculas propias”, como si el español no tuviera variedades vernáculas paralelamente a una variedad codificada como estándar. En alusión a la denominación lengua propia, esta se ha empleado en España para aludir en muchas ocasiones a las lenguas autóctonas, minorizadas de territorios bilingües, pero se ha usado también de manera despectiva por quienes defienden una natural hegemonía y preeminencia del castellano en todas las esferas comunicativas, frente al resto de lenguas que no se consideran aptas para los ámbitos internacionales.

En efecto, Gregorio Salvador es el columnista del corpus que con más vehemencia se ha manifestado en contra de las reivindicaciones de derechos lingüísticos para hablantes de lenguas minoritarias y de medidas de normativización y normalización lingüísticas para incentivar el empleo del euskera, catalán, gallego, asturiano, aragonés en España. Llegó a afirmar que las políticas lingüísticas de la España del momento (1987) iban en contra de la lengua común, “del conocimiento, uso, respeto y protección del castellano” (“Moción en el Senado, 1990”).

Como era esperable, la atención dedicada a otras lenguas de España está mucho más patente en los columnistas del corpus que escriben en las postrimerías del siglo XX, esto es, Lorenzo, Tamarón y Salvador. En época ya democrática y de plena puesta en marcha de políticas de normativización y normalización de catalán, gallego y euskera en las comunidades bilingües, muchos intelectuales, filólogos, columnistas se esfuerzan por presentar el español como el único garante de una unidad nacional que veían peligrar.

Conclusiones

El foco de este trabajo ha sido la representación discursiva del español en el columnismo lingüístico en España en los siglos XIX y XX. Con este fin, se ha defendido que el español puede concebirse también como un artefacto político construido desde el discurso, en el cual se activan diferentes ideologías lingüísticas.

Desde el planteamiento glotopolítico, hemos indagado, específicamente, en la construcción y difusión del ideologema del español como lengua común, leit motiv presente en las columnas sobre la lengua desde los inicios, que ubicamos en 1885, hasta el último texto analizado, correspondiente al año 2002. La propagación y elaboración de los diferentes matices y forma en que se despliega este ideologema se ha vinculado y contextualizado con momentos sociohistóricos, culturales y políticos clave para el mundo hispánico em los siglos XIX y XX.

A lo largo del análisis metalingüístico, se han delimitado tres etapas históricas clave en la evolución del ideologema. En un primer momento, los escritores De Valbuena y Commelerán recurren a la configuración del castellano como lengua común para la defensa de la unidad nacional, con la mirada puesta en el territorio peninsular. En un segundo periodo, para Julio Casares, el énfasis en el español como lengua común se explica por la búsqueda de apertura hacia los países de Hispanoamérica y las sustanciales ventajas sociopolíticas, económicas y culturales de la política exterior de España hacia la amplia hispanofonía. Por último, en las postrimerías del siglo XX, en el columnismo lingüístico de Tamarón, Lorenzo y Salvador se testimonia la consagración de la doctrina común del español como vínculo de armonía de una comunidad a ambos lados del Atlántico, abrazando el nacionalismo panhispánico. En todo caso, en todo el corpus de columnas analizadas el eje central de regulación de la discursividad en torno al español se lleva a cabo desde España hacia América.

Así pues, en las páginas precedentes se ha analizado la pluralidad de ideologías lingüísticas que se activan a partir del ideologema lengua común, que abarcan desde la defensa de una unidad nacional en España hasta la instrumentalización del español como lengua unitaria y compartida en la construcción de una comunidad panhispánica imaginada. Asimismo, se ha puesto de manifiesto cómo en las columnas analizadas el carácter de lengua común atribuido al español se relaciona en muchos casos con otros ideologemas y posicionamientos sociopolíticos en torno a la consideración, cultivo y uso de otras lenguas del Estado español.

Se demuestra, una vez más, la idoneidad del análisis metalingüístico de las columnas sobre la lengua y la influencia y contribución de los columnistas, que escriben en un espacio de poder, la prensa, a la difusión de proyectos lingüísticos, pero también sociopolíticos e ideológicos.

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Notas

1Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PID2021-124673NA-I00, financiado por MICIU/AEI/10.13039/501100011033/ por “FEDER Una manera de hacer Europa.
2El término representaciones sociolingüísticas se refiere a objetos lingüísticos (lenguas, variedades, hablas, acentos, registros, géneros, modos de leer, de hablar y de escribir) e implica evaluaciones sociales tanto de dichos objetos como de los sujetos a lo que se asocian (Bourdieu 1999). Como toda representación social, producen una “modelización del objeto, legible en, o inferida de, diversos soportes lingüísticos, comportamentales o materiales" (Jodelet 1989: 43). Arnoux y del Valle (2010) consideran que son múltiples las formas que adoptan y las zonas discursivas donde se manifiestan las representaciones sociolingüísticas: en los textos que regulan política y jurídicamente el uso del lenguaje (programas políticos, leyes y reglamentos); en textos en los que justamente se definen los objetos lingüísticos (gramáticas, diccionarios, libros de estilo); así como en los discursos que los tematizan (artículos de opinión sobre, por ejemplo, el uso lingüístico correcto) o en las imágenes mediáticas que asocian a determinados grupos de personas con ciertas formas de habla (cómicos que en sus imitaciones reproducen y crean estereotipos sociolingüísticos) y en la propia praxis lingüística, entendida como acción en la que los interlocutores negocian sus identidades sociales.
3Nótese también la relevancia glotopolítica del cambio en el acrónimo para referirse a la obra por excelencia de la Real Academia Española, el Diccionario de la lengua española, que, desde la vigesimotercera edición del año 2014, se conoce como DLE, una denominación más acorde con el título de la obra y que pretende reflejar un mayor protagonismo concedido al resto de autoridades académicas del mundo hispánico.
4Las columnas fueron también publicadas en la obra Novedades en el diccionario académico. La Academia española trabaja, en 1965, tras el fallecimiento del escritor.
5Tal y como se comentó anteriormente y según se vislumbra en el título de obras gramaticales y lexicográficas desde el siglo XVIII, junto a la denominación tradicional de castellano empezó a generalizarse el vocablo medieval español, que muchos filólogos consideraban más adecuado, atendiendo a la expansión de la lengua en ultramar y que se convirtió en un leit motiv de los discursos del nacionalismo español: “El nombre de castellano había obedecido a una visión de paredes peninsulares, el de español, miraba al mundo” (Alonso 1943 [1938]: 33).
6La cuestión de la escritura de los topónimos ha suscitado mucha atención y debate tanto por parte de los organismos de reglamentación lingüística, como por parte de escritores, columnistas, lexicógrafos y correctores de estilo, que elaboran diccionarios de dudas idiomáticas; medios de comunicación que tienen sus correspondientes libros de estilo, etc. A este respecto, el Diccionario Panhispánico de Dudas (RAE y ASALE 2005), a propósito de los nombres de países, capitales, etc. de origen catalán, como Girona, por ejemplo, recomienda escribir el topónimo en la lengua en la que se esté redactando el texto, empleando, por tanto, Gerona si escribimos en castellano. La excepción la constituyen los “textos oficiales, donde es preceptivo usar el topónimo catalán como único nombre oficial aprobado por las Cortes españolas”. Ahora bien, por lo que se refiere al caso particular del Estado español, muchas veces se desconoce cuáles son las denominaciones consideradas oficiales o no y debemos recurrir a las propias leyes de normalización lingüística de las distintas comunidades autónomas (cfr. https://www.rae.es/dpd/ayuda/tratamiento-de-los-toponimos).
7"La Real Academia Española tiene como misión principal velar porque los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico" (RAE 1993:7).