En este artículo revisamos cuáles fueron las ideas de Miguel de Unamuno (1864-1936) sobre los neologismos, fijándonos principalmente en los mecanismos de adopción de términos a partir de lenguas extranjeras. Tras exponer su posicionamiento general y las denominaciones que considera adecuadas o impropias, abordamos algunos aspectos concretos de la neología: la consideración acerca de los denominados “neologismos de lujo”; cuestiones de uso, frecuencia e implantación de los términos; los neologismos en la prensa y en el diccionario, y el lenguaje especializado. Además de repasar qué opina don Miguel sobre la renovación léxica de algunas lenguas europeas, veremos cómo propone que se adopten o asimilen las voces extranjeras al español; cómo el aprendizaje de lenguas extranjeras puede servir para enriquecer el castellano; qué dificultades plantea la intersección entre neología y traducción, y, finalmente, cómo aborda Unamuno la creación neológica en sus escritos.
Neología, Préstamos, Renovación léxica, Traducción.
In this article I review the ideas of Miguel de Unamuno (1864-1936) on neologisms, focusing on the mechanisms of lexical borrowing from foreign languages. After setting out his general position and the names he considers appropriate or inappropriate, I deal with some specific aspects of neology: consideration of the so-called “luxury neologisms”; issues of use, frequency and implementation of terms; neologisms in the press and in the dictionary, and specialised language. In addition to reviewing Don Miguel's views on the lexical renewal of some European languages, we will see how he proposes that foreign words be adopted or assimilated into Spanish; how the learning of foreign languages can serve to enrich the Spanish language; the difficulties posed by the intersection between neology and translation; and, finally, how Unamuno deals with neological creation in his writings.
Neology, Loanwords, Lexical renewal, Translation.
Quien solo sabe su lengua —decía Goethe—, ni aun su lengua sabe. Pueblo que quiera regenerarse encerrándose por completo en sí es como un hombre que quiera sacarse de un pozo tirándose de las orejas (Unamuno 2017 [1898], 787).
La vena neológica de Miguel de Unamuno queda patente en todos los géneros que cultivó, desde sus novelas y cuentos hasta los ensayos y artículos de prensa, pasando por el epistolario y las obras que tradujo de lenguas extranjeras. Consideraba la lengua su “juguete” de “niño viejo” (OC XV, 1958 [19291]: 346), y en el campo de la lingüística no daba primacía a la ortodoxia filológica sobre el amor al lenguaje, al igual que hiciera en otros ámbitos a los que se dedicó: “Prefiero errar con pasión a acertar sin ella… Y por eso no es mi vocación la ciencia” (OC X, 1958 [1914]: 277); “por debajo de esa ciencia… estoy yo, yo, yo, yo, mi alma, mis anhelos, mis pasiones, mis amores” (1996 [1902]: 149).
Varios autores han dedicado ya diversos estudios al tema de los neologismos en la obra de Miguel de Unamuno, como Francisco M. Carriscondo Esquivel (2005), que se limita al intercambio epistolar al respecto que tuvo lugar entre el bilbaíno y el peruano Ricardo Palma; Consuelo García Gallarín, quien en su libro Léxico del 98 (1998) recoge gran parte de los neologismos unamunianos; o María de la Concepción de Unamuno Pérez (1991), que estudia la influencia del francés sobre el lenguaje de don Miguel.
Dado que Unamuno, haciendo gala de una deliberada asistematicidad, dispersa sus reflexiones sobre los neologismos en numerosos escritos a lo largo de su vida, hemos acometido una revisión de los diferentes volúmenes de su epistolario y de las obras completas, prestando especial atención al tomo VI, que lleva por título La raza y la lengua. Sin embargo, exponer la teoría y práctica de Unamuno relativas a la neología en su conjunto rebasa los límites de este artículo. Por ello, dejamos de lado los mecanismos morfológicos de creación endógena en castellano, los cuales han recibido hasta ahora mayor atención, para poner el foco en los mecanismos de adopción de términos a partir de lenguas extranjeras, que suelen ser objeto de mayor polémica. Entre otros aspectos, exploraremos cómo percibe Unamuno la renovación léxica en distintas lenguas extranjeras y qué opinión le merece la adopción de palabras de esos mismos fondos léxicos por parte del castellano.
Una advertencia terminológica: en el título de este artículo hemos empleado el término “préstamo” en el sentido generalista que recoge el Diccionario de la lengua española de la Real Academia (23.ª edición), como “elemento, generalmente léxico, que una lengua toma de otra”. Pero obviamente se suele distinguir entre las palabras asimiladas y no asimiladas a la lengua receptora: p. ej. Martín Camacho (2004: 54) habla de barbarismos (“términos que se han introducido tal como son en su lengua de origen, sin ningún tipo de adaptación”), préstamos (se acomodan la pronunciación y la grafía a la lengua receptora) y calcos semánticos (consisten en la traducción del término extranjero). Para los barbarismos también encontramos, entre otras, las denominaciones de “extranjerismos crudos” o “xenismos” (Guerrero Ramos 1997: 37). Tendremos ocasión de ver cuáles de estos términos emplea Unamuno y qué connotaciones les asocia.
Unamuno se posiciona claramente a favor de la renovación de la lengua, ya que esta es un ente dinámico y necesita expresar lo nuevo con nuevas formas: “no caben, en punto a lenguaje, vinos nuevos en viejos odres” (OC III, 1958 [1901]: 489). Aunque el profesor no deja de lado los aspectos ortográficos y sintácticos (por ejemplo, afirma que el español necesita una “sintaxis menos involutiva”, ibidem), la renovación atañe sobre todo al léxico. Según él, el caudal léxico de una lengua nunca está cerrado (“Un idioma no tiene tantas o cuantas voces sino todas las que hagan falta”, 1991 [1903], 141), ya que siempre surgen nuevas necesidades denominativas: “A medida que nuestra vida se complejiza, tiene también que complejizarse el idioma en que la reflejamos. Nuevas instituciones, nuevos inventos y utensilios, nuevas ideas exigen palabras nuevas, así como un nuevo modo de concebir la vida exige nuevo tono y orientación nueva en el lenguaje” (OC VI, 1958 [1899]: 466).
Don Miguel aboga por combatir la lengua monolítica “convencional y muerta”, “de carboneros troglodíticos”, y por “hacernos nuestra lengua de hoy y de mañana” (OC VII, 1958 [1915]: 903), evitando el purismo y el hermetismo. Tiene claro que, para que una lengua siga viva, tiene que ser creativa. Si bien puede parecer en un principio que los neologismos crean confusión, son necesarios para expresar el pensamiento moderno, ya que “meter palabras nuevas es meter nuevos matices de ideas” (OC III, 1958 [1901]: 494).
En varios lugares alude de manera esquemática a los mecanismos que sirven para romper la “hierática rigidez del viejo romance castellano” (OC VI 1958 [1899]: 466). Por un lado, se pueden aprovechar los procesos de creación endógena, principalmente la analogía, que permite la “formación de nuevos derivados al modo de los ya existentes” dentro de “la índole general del idioma” (1991 [1903]: 141); y, por otro, se puede recurrir a la asimilación de términos extranjeros: “La invasión de extranjerismo es lo único que puede evocar dormidos tesoros del alma española; solo abriendo con fuerza los pulmones al aire ambiente se vivifican los más remotos glóbulos rojos. Cerrarlos es ir derechos al supremo equilibrio, el de la muerte” (2017 [1899]: 957). Por consiguiente, se declara en contra del proteccionismo lingüístico y a favor del libre cambio con otros pueblos.
Para nuestro autor, el único límite a la libertad lingüística es “la inteligibilidad de lo que se dice”, aunque denuncia la comodidad del pueblo español a la hora de entender: es “tan insugestible que quiere se le dé todo mascado y ensalivado, y hasta hecho bolo deglutible para no tener más que tragárselo” (OC III, 1958 [1903]: 590).
Unamuno no se demora mucho en las denominaciones ni tampoco gusta de precisas delimitaciones conceptuales. Eso sí, en consonancia con su posicionamiento general, rechaza el término “barbarismo” y la definición que ofrece en ese momento el Diccionario de la Real Academia Española: “vicio del lenguaje que consiste en pronunciar o escribir mal las palabras, o emplear vocablos impropios” (OC VI 1958 [1935], 686). Él considera el “vicio” como algo positivo, como el abono que permite evolucionar a las lenguas, y rechaza las connotaciones negativas que implica la palabra “barbarismo”. Según él, si se debe lamentar algo, es el carácter poco asimilativo de la lengua:
Dicen que nos invade la literatura francesa, que languidece y muere el teatro nacional, etc., etc. Se alzan lamentos sobre la descastación de nuestra lengua, sobre la invasión del barbarismo. Y he aquí otra palabra pecadora, corrompida. Al punto de oírla, asociamos el barbarismo al sentido corriente y vulgar de bárbaro; sin querer, inconcientemente2, suponemos que hay algo de barbarie en el barbarismo, que la invasión de éstos lleva nuestra lengua a la barbarie, sin recordar —que también esto se olvida de puro sabido— que la invasión de los bárbaros fué el principio de la regeneración de la cultura europea ahogada bajo la senilidad del imperio decadente. Del mismo modo, a una invasión de atroces barbarismos debe nuestra lengua gran parte de sus progresos, verbigracia, a la invasión del barbarismo krausista, que nos trajo aquel movimiento tan civilizador en España. El barbarismo será tal vez lo que preserve a nuestra lengua del salvajismo, del salvajismo a que caería en manos de los que nos quieren en la selva donde el salvaje se basta. El barbarismo produce al pronto una fiebre, como la vacuna, pero evita la viruela. Por otra parte, son barbarismos los galicismos y los germanismos actuales, y ¿no lo eran acaso los hebraísmos de fray Luis de León, los italianismos de Cervantes o el sinnúmero de latinismos de nuestros clásicos? El mal no está en la invasión del barbarismo, sino en lo poco asimilativo de nuestra lengua, defecto que envanece a muchos (OC III, 1958 [1895]: 182).
La aversión a los extranjerismos podría ponerse en relación con “la xenofobia, u horror al extranjero, que es de todos los pueblos de los tiempos todos. El extranjero es siempre el bárbaro. Odiamos o despreciamos al extranjero en general, aunque nos una un verdadero y leal afecto a este y aquel inglés, francés, alemán, italiano o chino” (OC VIII, 1958 [1912]: 733). Pero el profesor salmantino está convencido de que “estudiar y conocer otros lenguajes lleva a mejor estudiar y conocer los nuestros” (OC VI, 1958 [1935], 957). “Y es que así como uno no se conoce a sí mismo, sino en comparación con otro, así no se da cuenta reflexiva de su idioma, sino por comparación con otro idioma” (OC VII, 1958 [1922]: 409).
Como no podía ser de otra forma en alguien que enseñaba filología comparada latín-castellano en la Universidad de Salamanca, Unamuno se apoya en la historia de la lengua para fundamentar su teoría, como ya sugería la larga cita anterior. El “neologismo, el barbarismo y el solecismo” en el bajo latín dieron origen a las lenguas romances, y “en la lengua del Poema del Cid, sobre el fondo latino, que es el preponderante en su léxico, hallamos elementos germánicos, arábigos y de origen francoprovenzal” (OC VI, 1958: 1003). Ya más cerca de la época unamuniana, se introdujeron muchos neologismos en castellano por ejemplo gracias a la difusión del krausismo. La historia es incontestable: “Me limito a hacer observar que formas hoy corrientes fueron galicismo, o italianismo, o latinismo en algún tiempo, y que prefiero una lengua espontánea y viva, aun a despecho de tales defectos, a una parla de gabinete, con términos pescados a caña en algún viejo escritor y giros que huelen a aceite” (OC III, 1958 [1901]: 488). “Lo que ayer fué neologismo será arcaísmo mañana, y viceversa, sentencia Pero Grullo” (ibid: 501).
No obstante, sí advierte de que para renovar la lengua española hay que conocer las entrañas de las que nace, pues no basta con querer modernizarla a la europea (o, en concreto, a la francesa):
Para nada hace más falta conocer la anatomía y fisiología de un niño que para educarlo físicamente o aun para descoyuntarlo y que haga contorsiones en un circo. Para hacer de un potro un buen caballo, no es lo mejor criarlo como si fuese un novillo, y para hacer del castellano una lengua española que sirva a los pueblos todos que hoy la hablan, no es lo mejor moldearla a la francesa, ya que no deja de ser un disparate eso de que la lógica universal sea la lógica francesa (OC VIII, 1958 [1903]: 224).
En lo que a su persona se refiere y los muchos neologismos que se le atribuyen, entre otros por parte de Ricardo Palma, confiesa que no todos han sido realmente creados por él, sino que en muchos casos los ha tomado de otros: “No es que yo invente más que otros, sino que tengo menos escrúpulos en usarlos por la idea que del idioma tengo” (OC VI, 1958 [1903]: 842).
Si resulta lógico pensar que el desarrollo de cosas nuevas venga acompañado de nuevas palabras para denominarlas, Unamuno subraya que, incluso cuando el castellano ya dispone de un término propio para determinado extranjerismo, puede suceder que la duplicidad de unidades en castellano aporte nuevos sentidos. Así, él no los consideraría neologismos superfluos o de lujo3, ya que finalmente desembocan en una especialización, y ofrece diversos ejemplos:
Los vocablos alienígenas tampoco hacen doble empleo, que un mitin no es una reunión cualquiera, ni una suaré es un sarao. ¿A qué sport si hemos desenterrado deporte? Dejad correr los dos y acabarán por decir cosas diferentes. Del mismo vocablo latino derivan nuestra palabra cabo y la francesa chef, de que hicimos jefe, ¡y no hay diferencia que digamos entre ellas! Lo mismo ocurre con hechizo y fetiche. (Esta pasó del portugués al francés, y de éste al castellano)” (OC III, 1958 [1901]: 495).
A Unamuno no le molesta siquiera el archisílabo4 “influenciar” (p. ej. “influenciar un asunto”), pues, aunque adaptado del francés, tampoco contradice los mecanismos de formación analógica de la lengua española: “malsuena a algunos, no sé por qué, que de influencia hagamos influenciar. ‘Es que ya tenemos influir’ —arguyen—, sin advertir que jamás dos vocablos hacen doble empleo, sino que producida una dualidad de forma, luego viene la diferenciación de sentido, de manera que influir e influenciar son cosas tan distintas como puedan serlo esperar y esperanzarse o resolver y solucionar” (OC III, 1958 [1901]: 494).
Pero, curiosamente, en algunos momentos sí le sorprende que autores que él lee utilicen dobletes innecesarios, como el argentino Enrique Gómez Carrillo: “Me choca también que unas veces escribe fayenza y otras alfarería” (OC VIII, 1958 [1902]: 178). Y ello pese a que suele sostener que no existe una sinonimia total entre dos términos. Es algo que demuestra asimismo con numerosos dobletes que han enriquecido el castellano: “huelga” y “juerga”, “derecho” y “directo”, “hastío” y “fastidio”, y muchos otros. También señala dobletes de término culto y nombre común, como “libélula” y la voz vulgar castellana “caballito del diablo” (OC XI 1958 [1924]: 865), que corresponderían a registros distintos o a una variación vertical5. Pero en el caso de que exista una verdadera sinonimia, la equivalencia total de dos o más palabras, la considera más un vicio que una virtud: “En esto de la riqueza de las lenguas hay muchos prejuicios. Cabe afirmar, en términos generales, que cada pueblo, como cada individuo, tiene tantas palabras como ideas, y si tiene más palabras que ideas, peor para él. Los verdaderos sinónimos son más un estorbo que una ventaja” (OC VI, 1958 [1910]: 559).
Unamuno hace referencia repetidamente a cuestiones de uso y de frecuencia cuando trata de la creación neológica. Según él, la renovación léxica debe venir desde abajo, del “manadero del pueblo”, y no por neologismos creados ex profeso por escritores o técnicos y que nunca llegan a implantarse:
El pueblo toma las voces donde las encuentra y al oír que los introductores aquí del tranvía eléctrico le llamaban trolley a la vara que une al coche con el alambre de que recibe la energía eléctrica le llamaron trole; y vino luego un ingeniero pedante y que se las echaba de lingüista y salió con que debía llamársele nada menos que "captador de ruleta" (!!!), sin reparar en que ruleta, del francés roulette, en castellano rodillo, es tan poco castizo como trole (OC VI, 1958 [1901]: 579).
Un calco semántico que tampoco se ha popularizado, aun estando bien formado, es “la voz ‘balompié’ con que Mariano de Cavia trata de sustituir la voz football, pronunciado ‘fútbol’, que es aquí la corriente para designar el juego ese introducido de Inglaterra” (OC VI, 1958 [1911]: 878).
El uso es el “derecho y norma del decir” (OC VI, 1958 [1934]: 675) y hay que fiarse del “instinto lingüístico del pueblo” (ibid [1911]: 884); en consecuencia, “una voz no adquiere estado lingüístico hasta que es aceptada por un pueblo o una parte o clase de él” (OC VI, 1958 [1911]: 878). Si bien Unamuno reconoce que “una buena parte de los vocablos populares son, en su origen, de creación individual, que los forjó, poética o artísticamente, un individuo”, “no puede decirse que sean propios de un pueblo o una región hasta que éstos lo acepten” (ibidem: 881). En algún lugar es aún más categórico, y arguye que el pueblo refrenda, pero no crea: “así como es incapaz todo un pueblo de inventar una sola aleluya, sino que, a lo más, adopta y apadrina la que uno de sus individuos inventó, así tampoco es capaz de inventar una sola palabra nueva” (OC VI, 1958 [1925]: 1030).
Aludiremos también a cuestiones de uso en algunos de los siguientes apartados.
Con la neología especializada ocurre prácticamente lo mismo que con las palabras nuevas en la lengua general: “A los que no conocen, sino a lo más por encima o de oídas, los procedimientos y métodos filológicos les asusta lo más exterior y fútil, el tecnicismo nuevo, como los que desconocen el hebreo lo creen difícil por tener una escritura tan peregrina” (OC III, 1958 [1894]: 324). Asimismo, afirma que los trasvases del lenguaje especializado a la lengua general, es decir, la “generalización de términos técnicos”, es una de las “fuentes de enriquecimiento” de la lengua (1991 [1903]: 141).
Unamuno subraya que la lengua de la técnica y de la ciencia tiende a la universalidad y que ello permite la comunicación a escala internacional. Así, los nombres científicos son los que más se extienden. En aras de esta universalización, cree conveniente el uso de raíces griegas, puesto que el griego tiene una ventaja sobre el latín para la formación de tecnicismos científicos, y es que ha dejado de ser transparente. Por este motivo, considera por ejemplo una “ridiculez” que la lengua alemana sustituya “voces técnicas internacionales, de origen griego, por vocablos formados con raíces, sufijos y prefijos germánicos” (OC VI, 1958 [1914]: 769), ya que ello confiere hermetismo a la lengua, algo que, según él, atenta contra el carácter universal del lenguaje científico. En cambio, apunta que el arte (ni siquiera la música) puede desligarse tanto de la lengua como la ciencia.
En cuanto a la adecuación de la lengua castellana para la comunicación científica, Unamuno está convencido de que “acabará por tomar valor universal para el cultivo de las ciencias y la filosofía. Y si no, al tiempo” (1991 [1914]: 355).
Unamuno otorga un papel preponderante a la prensa a la hora de recoger neologismos. La lengua de los periódicos refleja y debe reflejar la “lengua común”, “la lengua viva, la que habla todo el mundo”, “la que recibe lo que halla a mano, esa, esa y esa” (2017 [1893]: 447). Celebra la rapidez con que tienen que escribir los periodistas, ya que ello garantiza que no tengan tiempo de “pulir sus escritos, limpiándolos de galicismos y otras bagatelas” (OC VI, 1958 [1899]: 467).
Así y todo, se queja del purismo reaccionario del que hacen gala algunas publicaciones periódicas: “Transpiran una insoportable pedantería, una infecunda afectación de pureza, un necio cuidado en la elección de los vocablos. Son las que más aborrecen del galicismo, las que más descienden a cuestioncillas de propiedad de lenguaje, a gramatiquerías y tiquis miquis lingüísticos” (ibid: 469). Ridiculiza a los que se precian de puristas y no soportan “corruptelas” del lenguaje (ibidem). En cambio, Unamuno se propone “revolver la lengua e inventar neologismos” en los artículos que publica en La España Moderna (2017 [1895]: 497).
Es conocida la aversión de Unamuno a la prescripción lingüística por parte de la Academia y a su producto más influyente, el diccionario. Le reprocha a la institución el hecho de “aspirar a ser una autoridad que define lo que es bueno y lo que es malo” (1991 [1903]: 140) y que sea tan reacia a incorporar neologismos: “Tan absurdo me parece que niegue entrada a un vocablo usado en extensa región, como el que una Academia de Ciencias naturales rechace a un insecto porque no lo conoció antes” (ibidem). Dictamina: “no hay Academias que detengan el proceso de la vida” (OC VI 1958 [1901]: 336).
Además, el Diccionario de la Academia no refleja bien el lenguaje especializado, porque no incorpora términos científico-técnicos muy habituales como “gas acetileno” o “aeroplano” (OC IV 1958 [1911]: 878).
Para la actualización del diccionario, Unamuno propone que los neologismos recogidos por la prensa pasen a sustituir a los arcaísmos, ese “hueco que en el mamotreto que nuestra Real Academia llama Diccionario dejasen las palabrotas fósiles y los terminachos muertos de que está plagado” (OC VI, 1958 [1899]: 467).
Entre las lenguas que Unamuno conoce y maneja, algunas son más proclives al préstamo que otras. Destaca primeramente el inglés, “una lengua de inclusión y no de exclusión”, “la lengua integradora por excelencia y hoy por hoy la más viva fusión del latinismo con el germanismo” (OC VI 1958 [1914]: 762). El inglés es una lengua “de presa, tan noblemente imperial, que hace suyo todo vocablo que toma donde lo encuentre si es que lo necesita” (ibid: 771). Basta con ajustar ligeramente la pronunciación.
A diferencia del inglés, el alemán tiende a ser excluyente y, aunque su facilidad de composición lo convierte en un idioma muy apto para la investigación filosófica, no es el más idóneo para “el uso diario práctico de la vida” (ibid: 768). Pero se lleva la palma el francés, el cual “repele lo que a su genio no se acomoda” (OC 11, 1958 [1899]: 68) y se espanta de los barbarismos aún más que el español.
En cuanto a las lenguas de España, considera que el vascuence no ha acometido la renovación léxica necesaria para que se pueda usar para todas las finalidades comunicativas actuales: en vascuence no se podría explicar “ni química, ni física, ni psicología, ni… ciencia alguna” (OC VI 1958 [1920]: 383). Afirma que el idioma vasco es “rico en notaciones de lo cotidiano y práctico” (OC VI 1958 [1901]: 330), pero pobre en términos de sentido abstracto, por lo que se ve obligado a tomarlos del latín y del castellano. Asimismo, “los términos de marinería y comercio” son “casi todos alienígenas” (OC VI 1958 [1896]: 278), aunque algunos diccionarios vascos, como el de Novia de Salcedo, no reconozcan la procedencia de los préstamos. En cualquier caso, le parecen infructuosos los esfuerzos por dotar al vascuence de términos científico-técnicos, que se premie a los “inventores de terminachos” (OC VI 1958 [1893]: 266) en el marco por ejemplo de los Juegos Florales, sin que estén refrendados por el uso vivo. Según Unamuno, también sería interesante analizar cómo el vascuence toma los vocablos castellanos, bien “sin alterar su fonetismo” o bien alterándolo, pues eso será un dato interesante “para el estudio del modo como el vascuence trata a los vocablos extraños al admitirlos en su seno” (ibid: 265).
El abandono del vascuence en pro del castellano responde a una “ley de economía, y es que nos cuesta menos esfuerzo aprender el castellano que transformar el vascuence, que es un instrumento sobrado complicado y muy lejos de la sencillez y sobriedad de medios de los idiomas analíticos” (OC VI 1958 [1901]: 335). Queda meridianamente claro que Unamuno no cree que sea posible una renovación léxica del vasco (“ello no pasaría de ser labor de gabinete, en que no se lograría sino una especie de esperanto o volapük a base de eusquera”, OC VI 1958 [1907]: 356). Y concluye que es más difícil transformar una lengua que organizar un ejército: “En mi tierra nativa fué más fácil hacer dos guerras civiles en el pasado siglo que adaptar el vascuence a la vida moderna” (OC VI 1958 [1914]: 772).
Al igual que ocurre con el vasco, considera que se cultiva el gallego de manera artificial y que se inunda con portuguesismos y castellanismos. Para sus opiniones sobre el catalán, remitimos al apartado de “neología y traducción”.
Como cabe suponer, tampoco sanciona la creación de una lengua artificial, como el esperanto, que no esté respalda por la evolución de siglos, y le parece “imposible que llegue a adoptarse como universal una lengua de artificio” (OC VI 1958 [1910]: 552).
Para empezar, advertimos de que, en la literatura primaria de Unamuno, no encontramos el término “préstamo” (ni siquiera en las obras recogidas en el volumen VI bajo el título La raza y la lengua [1958]), frente a otros que, como hemos tenido ocasión de ver, sí utiliza, como “neologismo”, “barbarismo”, “extranjerismo” e incluso “vocablos” o “elementos alienígenas”.
Respecto a los fondos léxicos de donde el castellano toma los préstamos, los elementos que se importan difieren según las lenguas: “Es un hecho digno de observación que, a la vez que tenemos en castellano verbos de origen germánico, el árabe sólo nos ha dejado nombres y no verbos” (OC VI, 1958: 1004). Además, “de las antiguas lenguas indígenas y primitivas de España, sólo el vascuence y su influencia en el lenguaje castellano parece ser nula” (OC VI, 1958: 975).
Pese a que la lengua española sea hija del latín, Unamuno rechaza el uso indiscriminado y forzado de latinismos, tal como hicieron los escritores “pedantes” del siglo XVII, que, en lugar de atender a los usos del castellano bien romanceado, iban a “pescar” latinismos a la lengua escrita, algo que el bilbaíno considera tan pernicioso como el abuso de extranjerismos de otras lenguas. Así, “vemos en castellano, en portugués, en catalán, en francés, en italiano, junto al elemento viejo o primitivo, al fondo con que se formaron, otro elemento allegadizo posterior. Mas como estos idiomas son latinos, las cosas que del latín se introducen en ellos consuenan con su primitivo fondo” (OC III, 1958 [1902]: 577).
Unamuno no solo propone adoptar las “armas” o elementos que convengan del extranjero, sino acomodarlos a la cultura y lengua de llegada:
He heredado de mis abuelos un arco de flechas, o a lo sumo una antigua espingarda: pero llegado el momento en que me convenzo de que con ella no puedo pelear contra los que se me vienen armados de máusers, de armas modernas y mejores, dejo en casa, cuidadosa y veneradamente guardada como una reliquia, el arma heredada y compro un máuser también yo. Pero ahora viene la segunda parte, y es que una vez dueño de mi máuser, de un arma igual al arma con que se me vienen, la manejo a mi modo y la disparo apoyándola en la rodilla o en el hombro izquierdo, si es que soy zurdo. Y no se me vengan queriendo imponerme un manejo especial, ni aun el de quien inventó el arma, que no por haberla inventado ha de ser quien mejor la maneje (OC VII 1958 [1906]: 645).
Este procedimiento de adaptación evitaría que la labor neológica cambie la naturaleza de la lengua meta, “porque todo nuevo vocablo se acomodará por fuerza a la índole del lenguaje en que ingresa” (OC VI, 1958 [1899]: 471). Y es que, como subraya Unamuno en diversos lugares, la lengua solo se deja influir por otras, con las que entra en contacto, en el léxico, no en la fonética ni en la morfología. Sin embargo, reconoce que hay defensores de la tendencia contraria, “quienes muestran empeño en que sus elementos extraños no sean asimilados, no sean digeridos por la lengua, permanezcan en ella indigestos” (OC VI, 1958 [1910]: 544).
Unamuno suele abogar por las adaptaciones y naturalizaciones para todas las clases de palabras. Es el caso de los topónimos, muchos de los cuales cuentan con exónimos en las distintas lenguas, pues “cada pueblo trata naturalmente de acomodar a su lengua los vocablos de origen extranjero, incluso los de personas y localidades” (OC VI 1958 [1910]: 544): “es natural, naturalísimo, que nosotros digamos Burdeos y no ‘Bordó’, y que los franceses digan ‘Saragosse’ y no Zaragoza” (ibidem). De igual modo “se castellanizaron los nombres geográficos de Flandes y de los países todos por donde anduvieron a tajo y mandoble nuestros abuelos” (OC VI 1958 [1898]: 446).
Aparte de los nombres propios, son muchos los préstamos que llegan de otras tierras junto con las innovaciones tecnológicas que designan: “hay por otra parte objetos e ideas que no pueden tener nombre vulgar castellano por la poderosísima razón de que no han sido conocidos en Castilla. Las máquinas de hilar que en inglés se llaman self-acting, esto es, que obran por sí mismas, fueron introducidas de Inglaterra en España, y con ellas su nombre. Y aquí cerca, en Béjar, ciudad industrial, las llaman ‘selfatinas’. ‘Trole’ se le llama a la pieza del tranvía eléctrico que en inglés es trolley” (OC VI, 1958 [1911]: 881). Esto mismo sucede con las ideas o palabras abstractas: “cuando los misioneros cristianos, misioneros españoles, introdujeron el cristianismo en el país vasco con las ideas de espíritu, alma, voluntad, iglesia, infierno, cielo, etc., introdujeron los vocablos con que las expresaban, y esas ideas se expresan en vascuence con términos latinos: izpiritu, arima, borondate, eleiza, inpernu, zeru, etc.” (OC III, 1958 [1902]: 574).
Aunque el profesor considera que las voces que el castellano ha tomado del vasco “apenas llegan a media docena (si es que pasan de dos o tres)” (OC VI, 1958 [1893]: 258), al igual que recomienda con los préstamos de otras lenguas, debe adaptarse la grafía del vascuence al castellano, donde la ka es una “pedantería ociosa”: así, propone que se escriba “euscara” o “eusquera” y “euscalduna” en lugar de “euskara”, “eúskaro” (el “esdrújulo es un desatino mayor”) y “euskalduna” (OC VI, 1958 [1893]: 307). Lo mismo se aplica a los topónimos ya mencionados: ha de privilegiarse el exónimo castellano (Mundaca y Vizcaya) frente al endónimo (Mundaka y Bizkaya).
Ya se ha mencionado algún préstamo que nos llega a través de lenguas intermedias, como la voz “fetiche”, que, aunque procede del portugués feitiço, el español la toma del francés.
Pero Unamuno considera que entraña cierto peligro no beber directamente de la fuente, sino de los manantiales. Rechaza que las transcripciones se hagan a través del francés, como ocurre a veces con los antropónimos extranjeros: “Tolstoi, que algunos se empeñan en escribirlo Tolstoï, con diéresis sobre la i, que los franceses se la ponen para no leer Tolstuá” (OC VI 1958 [1900]: 480); “también al pobre Schopenhauer le plantan algunos su diéresis” (ibid: 481). Precisamente en el caso de los nombres alemanes, leyéndolos a la española se acercarían más a la pronunciación original (“Wagner” y “Máuser”, “así como suena en español, que es también en alemán como suena”, OC VI 1958 [1910]: 544). Y lo mismo para los etnónimos, como en lugar de “checos” escribir “tcheques”, como en francés, algo por lo que protestó Unamuno a El Imparcial, que posteriormente corrigió el error (OC VI 1958 [1900]: 544). Igual de “ridícula” sería la ortografía “caoutchouc” de la voz indígena “cauchú (“caucho”, dice la Academia), que nos ha llegado a través del francés (OC VI 1958 [1886]: 188). La intermediación del francés le parece especialmente funesta en la transcripción de los helenismos, sobre todo cuando existe un “sistema tradicional de transcripción de las palabras griegas al castellano —sistema que se fijó cuando en España había helenistas de verdad—” (OC VIII 1958 [1903]: 237). Así, por ejemplo, serían erróneas las grafías “kilómetro” y “kilogramo”, que en buena lógica, y dado que provienen originariamente de elementos compositivos griegos, donde el primero se escribe con ji (chi), deberían escribirse en castellano “quilómetro” y “quilogramo”, al igual que “química” (OC VI 1958 [1886]: 189). Pero reconoce que se trata de “pedanterías aceptadas ya y no de fácil remedio”. Admite que en algunos casos los errores de transcripción del francés pueden ser de origen individual, como es el hecho de escribir “encuesta” y no “enquesta”, “sin que la u suene”, como en francés (enquête) (OC VI 1958 [1911]: 884).
Según Unamuno, suele ser más certero el criterio del pueblo a la hora de adoptar los préstamos, como la adaptación del etnónimo yankee por analogía: “Se empezó escribiendo yankee, sin hacer sufrir adaptación alguna al vocablo (es decir, un extranjerismo); “adoptóse luego yanki reduciéndolo a su pronunciación inglesa” (OC VI 1958 [1898]: 446); y de esta forma “libresca y exótica” el pueblo sacó “yanqués”, que Unamuno comenta haber oído en un pueblo de la provincia de Salamanca, una forma análoga a “francés, portugués, inglés, holandés, danés, etc.” (ibid: 444). Aunque también se dan curiosas transformaciones populares, como “panterre” por “parterre”, según dice haber oído en Alba de Tormes (OC VI 1958 [1932]: 657).
En cuanto al español de América, entran muchas voces que “derivan de las lenguas indígenas americanas”, sobre todo nombres de animales y plantas, como en Argentina “mburucuyá”, “ñacurutú”, “ñandú”, “ceibo”, “vizcacha” (OC VI, 1958 [1908]: 849). Pero se percibe cierta visión onfaloscópica en nuestro autor: “¡Harto abusan los poetas americanos plagando sus composiciones, sin venir a cuento, de biguás, caicobés, cipós, ceibós, curopís, chajás, mburucuyás, mamangás, ñandús y otros avechuchos, animalejos y yerbajos, por el solo empeño infantil de hacérnoslos más extraños a los españoles!” (OC VIII, 1958: 56). Y en otro lugar: “Quede para la Real Academia el atiborrar su Diccionario de palabras guaraníes, aztecas, toltecas, chichimecas, quichuas, charrúas, araucanas o lo que sea” (OC VI 1958 [1898]: 822). No obstante, en otro momento sí reconoce que el castellano también debe tomar elementos de las lenguas de América.
Al otro lado del charco también se detecta la poderosa influencia del francés. Curiosamente, en Argentina, pese a haber “un fuerte contingente de sangre italiana”, “el galicismo es mucho, muchísimo más frecuente que el italianismo”, y es que “el idioma de los niños no es el de sus padres, sino el del ambiente”, pues se aprende a “hablar no en casa, sino en la calle” (OC VI, 1958 [1911]: 886). Aunque no cree posible que el español hablado en las dos orillas se acabe diferenciando, sí admite que el alejamiento del castellano se produce por los tecnicismos y los calcos adoptados del inglés y, sobre todo, del francés: “Los que hablan en gaucho me suenan más a propio que los que escriben en francés traducido” (OC VIII, 1958 [1902]: 166). Exhorta a que no se descuide la lengua propia, ni se le tenga más apego al francés que a aquella, como sucede parcialmente en América. Le chocan sobre todo “los desatinados neologismos que forjan ciertos escritores, más o menos modernistas, que leen más francés que oyen hablar al pueblo de su propia tierra” (OC VI, 1958 [1908]: 851). Y considera que el apego al francés nace también de una desafección a todo lo español.
También el español es fuente de préstamos para otras lenguas: “He tenido la curiosidad de ir anotando las palabras españolas que han pasado a las modernas lenguas europeas, sobre todo al inglés, y sobre ellas pienso escribir un ensayo. Entre ellas figuran siesta, camarilla, guerrilla, toreador, pronunciamiento... y desperado, es decir, desesperado” (OC III, 1958 [1911]: 1338). “Y es que, sin duda, la desesperación debió de parecer un sentimiento profundamente español e intraductible. Pero la desesperación y no la desesperanza. El desesperado espera; el desesperanzado, no” (OC VIII, 1958 [1922]: 637). E, irónicamente para Unamuno, también fue “España la que acuñó (conió) ese término, hoy casi universal, de ‘liberal’ —y consiguientemente de ‘liberalismo’—”, hacia 1812, con las Cortes de Cádiz (OC VIII, 1958 [1932]: 704).
Por sus profusas lecturas de autores extranjeros y su actividad como traductor, Unamuno tiene que lidiar directamente con el trasvase de lenguas y la creación de neologismos. En este sentido, no deja de alabar los beneficios que se derivan del aprendizaje de lenguas y del proceso de traducción: “al esforzarse el castellano por penetrar en los matices de una lengua que no es la suya y al trabajar por traducir un pensamiento que le es algo extraño, ahondará en su propia lengua y en su pensamiento propio, descubriendo en ellos fondos y rincones que el confinamiento le tiene velados” (2017 [1898]: 787). La búsqueda de nuevas palabras es precisamente uno de los motivos por los que el bilbaíno considera la traducción un ejercicio “admirable”: “A las veces tengo que buscar una palabra que yo, de por mí, no habría empleado nunca, y cada palabra lleva un poema dentro” (1951 [1906]: 37).
Unamuno afirma seguir la senda neológica de los autores que traduce, como es el caso de Carlyle y su French Revolution: “me permití con el español las mismas libertades que él con el inglés, y donde él forjaba un vocablo inglés, yo forjaba uno español” (1996 [1927]: 513). Lo mismo le sucede con el catalán, al traducir los poemas de Joan Maragall, o con la lectura del portugués Teixeira de Pascoaes: “Y en este romance portugués, al que debo haber podido llegar a tantos recónditos escondrijos —a las veces vacíos— del romance castellano, es al que se debe en la mayor parte el que tantas expresiones de Pascoaes se me hayan quedado talladas, como muescas en tarja de pastor —y no plegadas, como dobleces en tarjeta de visita de señorito— en la memoria del corazón” (OC VIII, 1958 [1934]: 1082).
Sin embargo, no siempre tiene una visión tan positiva de las traducciones, pues en otro lugar sentencia que “la deformación de la lengua viene del trato con libros extranjeros y procede casi siempre de malas traducciones” (OC VI 1958 [1911]: 886).
En grandes contradicciones incurre especialmente en el caso del catalán. Por un lado, anima a los catalanes a que escriban en la lengua en la que mayoritariamente piensan, el catalán: “Si el catalán escribe en castellano, perderá algo de su alma propia, y eso que pierda es precisamente lo que más nos interesa conocer a los no catalanes, porque es lo activo en él y durmiente en nosotros” (OC VI 1958 [1896]: 725). Para los autores que escriben en catalán, considera mejor que “los castellanos los traduzcan, que no el que se traduzcan ellos mismos, mutilando su modo de ser (…). Si el castellano se empeñase en penetrar en el espíritu catalán y el catalán en el espíritu castellano, sin mantenerse a cierta distancia, llenos de mutuos prejuicios por mutuo desconocimiento íntimo, no poco ganarían uno y otro” (2017 [1898]: 787). En la misma línea de lo argumentado para otras lenguas, este procedimiento permitiría al castellano tomar elementos del catalán y “descubrir ignorados elementos de su lengua propia” (OC VI 1958 [1896]: 725). En este caso, el lector se revela como mejor traductor: “Un catalán que piense en catalán y escriba en castellano nunca hará más que traducir su pensamiento. ¿Y por qué él, el autor, ha de traducir al castellano mejor que yo, el lector, lo que en catalán piensa?” (ibid: 727). Argumenta que el lector/traductor tenderá a sacrificar menos y a saltar menos las dificultades que el autor. Pero, en una carta a Pedro Corominas de 1909, ya parece haber cambiado de idea, pues recomienda a los catalanes que escriban en castellano, aun con fallos (“Sigan el ejemplo de nosotros, los vascos, que no nos importa que nos digan que escribimos mejor o peor el castellano”, OC VI, 1958: 53). Aunque incurran en catalanismos, ello contribuirá a renovar el castellano, “a ensancharlo así, a infundirle nueva vida, a desquiciarlo tal vez, pero para que no se anquilose y osifique” (OC VII, 1958 [1903]: 574).
El profesor suele recomendar el aprendizaje de idiomas sobre todo como método para enriquecer el castellano6, especialmente si son lenguas próximas, como sucede con el portugués y el castellano. En cualquier caso le molesta tener que entenderse con los portugueses con la intermediación del francés y, de nuevo, aconseja que no “se traduzca del portugués al castellano y del castellano al portugués, ya que debemos esforzarnos unos y otros en leer en las sendas lenguas, ya que el esfuerzo es pequeño y grandemente remunerador” (OC VIII, 1958 [1933]: 1073).
En el caso del alemán, Unamuno dice haber traducido sobre todo pro pane lucrando, pero esta tarea le lleva a interesantes reflexiones. En primer lugar, se da cuenta de que no hay términos verdaderamente equivalentes: “Apenas hay en dos lenguas diversas dos vocablos sinónimos, sobre todo si se refieren a términos abstractos, que tengan ni igual extensión ni igual comprensión: sus respectivos contenidos se expresan bien por dos círculos secantes entre sí, que teniendo campo común, conservan sendas secciones peculiares” (OC III, 1958 [1903]: 589). Por ello, considera muy complicada la traducción de la filosofía alemana, ya que “lo más fino de ese pensamiento es intraductible a no crear un lenguaje técnico filosófico en castellano” (1991 [1935]: 333). En este sentido, “no vendría mal un diccionario filosófico en alemán y castellano, pero la dificultad está en que el castellano carece de un tecnicismo filosófico que responda al alemán. Precisamente leyendo a Rickert me encontré con ese ‘Begriffsbildung’, que no puede traducirse por ‘concepción’ sino por ‘conceptuación’, pero este vocablo no existe todavía en castellano” (ibid: 334). Como es lógico, esta falta de correspondencia biunívoca no afecta solo al alemán. También puede haber por ejemplo dos términos franceses o catalanes para uno solo español: “nuestra mañana es de doble sentido… Pues equivale a las horas del sol que preceden al mediodía, en francés, le matin, y al día siguiente, en francés, le demain. Distinción que hay en catalán” (OC XV, 1958: 940).
Más allá del conocimiento de las lenguas y de la filosofía propia que llevan implícita, Unamuno apremia a evitar el desconocimiento de las cosas, pues ello puede llevar a que no se dé con el equivalente adecuado para los extranjerismos que sean susceptibles de aparecer en determinadas obras traducidas:
Nuestros niños de las ciudades pasan de la escuela al instituto o liceo y de éste a la universidad sin haber adquirido conocimientos vulgares de cosas concretas (…). Y van luego a estudiar, por ejemplo, geología, y en libros traducidos del francés se encuentran con la palabra thalweg, que los franceses a su vez tomaron del alemán, y que significa lo que las gentes de nuestros campos llaman "bancada" o dicen "morena" a lo que estas gentes llaman "canchal". Y en el fondo no es ignorancia de nombres, sino de cosas (OC VI, 1958 [1911]: 881).
De todos modos, Unamuno, aunque no utilice estos términos, está en contra de lo que a veces se conoce como “traductés” o “traductano” (en inglés, translatese o translationese), la lengua forzada de las traducciones, o de una aséptica lengua internacional: “Y de aquí la equivocación —por tal la tengo— de los que se ponen a escribir en una lengua sin acento local, en una lengua internacional —no universal— y para ser traducidos. O acaso en ese hórrido dialecto escrito —no hablado— del reportaje cosmopolita” (OC VIII, 1958 [1935]: 1090).
En sus escritos originales, Unamuno muestra casi siempre fidelidad a las opiniones teóricas que disemina por doquier. Suele privilegiar la asimilación fonética de los préstamos (fr. soirée > “suaré” [OC III, 1958 (1901): 495], fr. patois > “patuás” [OC VI, 1958 (1893): 251], pt. hombridade > “hombridad” [OC IV 1958 (1910): 810], en. kneife > “naife”, como ha oído en Fuerteventura [OC X 1958 (1924): 644]; heb. šibóleth > “chibolete” [OC III, 1958 (1904): 663]; it. gazzetta > gaceta [OC VIII, 1958 (1920): 694]; it. fascismo > fajismo [OC VI, 1958 (1932): 658]; eusk. zenzurgue > “sinsorgo” [2017 (1893): 445]; jap. “niarquín” mejor que “niar-kin” [1996b, 19]), a veces con ciertos deslices no exentos de sarcasmo (en. boy scouts > “bueyescautos, o como se diga” [OC XI 1958 (1924): 787]).
Pese a que Unamuno insiste mucho en que los préstamos se adapten a la lengua de llegada, en el caso del alemán considera “pedantería” y hasta “barbarie” que escriban las palabras latinas con ka, Caesar > Kaiser, cultura > Kultur (OC VI 1958 [1914]: 767). Pero a veces también él recoge el guante y usa esas grafías irónicamente: “a veces escribo la palabra Kultura —con K mayúscula, y es la de la Kultura a la alemana, para diferenciarla de nuestra pobre cultura latina, con c minúscula” (OC VI, 1958 [1914]: 595).
Cuando utiliza directamente los extranjerismos crudos, es habitual que proporcione un equivalente en castellano (en. “el charity sport, el deporte caritativo” [OC III, 1958 [1899]: 83]; fr. bétise, “tontería” [OC VIII, 1958 [1912]: 733]; pt. doido, “loco” [OC VIII, 1958 [1923]: 1071]), a veces incluso con una amplificación (de. Allgeist, “espíritu total, que recuerda en cierto modo la razón impersonal”, OC VI, 1958 [1887]: 194). El uso del extranjerismo junto al equivalente acuñado7 a veces está motivado por la falta de una equivalencia semántica plena: “en inglés el epíteto de cynic no tiene el mismo valor que el de cínico entre nosotros. Cynic en inglés quiere decir más bien algo así como inoportunamente sincero” (OC VIII, 1958 [1914]: 744). Incluso parece que con este procedimiento pretende expandir el espectro semántico de determinadas palabras españolas: “simpatía —en el sentido que esta palabra suele tomar en inglés: sympathy—, es decir, la facultad de interesarse de veras por lo de nuestros prójimos, de ponernos en su caso y procurar ver y sentir las cosas, siquiera temporal y metódicamente, como ellos las ven” (OC VIII, 1958 [1912]: 1037).
Asimismo, puede traducir literalmente algunas expresiones extranjeras porque ofrecen una visión distinta de la realidad: “Lo que nosotros decimos ‘hombre de carne y hueso’, los ingleses dicen ‘hombre de carne y sangre’ −man of flesh and blood” (OC XI 1958 [1924]: 843). Algunos de estos calcos semánticos permiten ver cómo se conceptualizan las cosas en otras lenguas: “En inglés hablan del average man, y en alemán tienen un término técnico, de estadística, que es ‘hombre de corte transversal’, Durchschnittsmensch. Y el hombre de corte transversal siempre resulta cortado o no llega a hombre entero” (OC XI 1958 [1924]: 853). Es habitual que la práctica de la traducción fomente la creación secundaria de algunos neologismos, como sucede aquí con el Mutterland alemán, que Unamuno vierte como “matria”, término que, a pesar de no ser etimológicamente necesario, gusta a Unamuno y le hace crear también “matriotismo”:
En este pasaje de Ziegler, en rigor intraducible, hemos vertido “hogar” por Heimat, “patria”, por Vaterland, o sea tierra-padre, y la expresión Mutterland, o sea tierra-madre, que el filósofo aplica a Europa, la vertimos por matria. Y sobre este neologismo hemos de decir dos palabras. En rigor, no hacía falta introducirlo, debido a que patrio es un adjetivo y se refiere a lo que llamamos los padres, o sea padre y madre, y no implica sentido ninguno sexual. “Padres” suele querer decir lo que en latín parentes, los que le engendraron y criaron a uno. Así como hombre (homo) es tanto la mujer como el varón, y humanidad es la cualidad de ser hombre, o sea animal racional. La razón es, pues, el distintivo del hombre. (…) La voluntad, la verdadera voluntad, el querer racional y humano, no es ni masculino ni femenino ni neutro: es racional. Pero no sabemos bien por qué nos place poner la racionalidad más bien bajo la égida de la madre. Y matria, la Mutterland del filósofo alemán, nos place llamar al hogar colectivo de la inteligencia (OC VIII, 1958 [1923]: 1138).
Para una misma expresión ofrece incluso varios equivalentes: épater les bourgeois > “dejar turulato al hortera” (OC III, 1958 [1894]: 322), “dejar turulato al especiero” (OC X 1958 [1907]: 160); singer le singe > “remedar al mono, o mejor monear al mono” (1988 [1924]: 183). Algunas veces se debe a un esfuerzo por buscar el equivalente exacto. A propósito del Nachlass de Schopenhauer, comenta: “He aquí una palabra para la que no hallo traducción… ¿legado?, ¿remanente?, ¿herencia?” (2017 [1893]: 448). También se plantea “obras póstumas”, aunque prefiere traducir una palabra con una sola palabra (ibid: 452).
El bilbaíno recoge también traducciones diversas dadas por otros a algunos términos (neologismos en cascada o escalonados8), como ocurre con el término Übermensch (“superhombre”, “sobrehombre”, “trashombre”), lo que le hace concluir que el concepto no se comprende bien en España (OC VIII, 1958 [1914]: 1095).
Para los neologismos que el propio Unamuno crea secundariamente, al traducir o leer obras extranjeras, aplica el mismo criterio de inteligibilidad que pedía a los demás neologistas individuales, como en este verso de Byron: “Así dice la estrofa, y es lástima que sea intraductible el smile away del inglés, expulsar con una sonrisa, ya que un extrasonrisar sería un barbarismo ininteligible en español” (OC VIII, 1958 [1920]: 809).
Un comentario especial merecen los galicismos, de los que ya hemos apuntado algunos. Tras un período de admiración por la cultura gala durante su juventud, a Unamuno le acaba molestando que se adopten todas las modas que vienen de Francia, y ello incluye la cuestión lingüística. En sus escritos se puede percibir cierta evolución. En una carta de 1893 a Pedro de Múgica, quien le había recriminado que su traducción de Die Ehre (La Honra) de Sudermann oliera a traducción y que hubiera algunos galicismos, asegura que seguirá utilizando la supuesta locución gálica “tener lugar” y prorrumpe en un inusitado elogio al galicismo moderno, comparando la actual tendencia a incorporar vocablos procedentes del francés con la aceptación de préstamos en otras épocas, los cuales terminarían formando parte del vocabulario clásico:
Lo que merece capítulo aparte es el “tiene lugar”. “Tiene lugar”, dice usted que es galicismo. Bueno, bien, perfectamente. Ni conozco el Baralt ni pienso consultarlo nunca. No hay cosa más ridícula que la guerra al galicismo. Es legítimo un italianismo que nos metiera Cervantes, o un latinismo de nuestros clásicos o un galicismo que vino el siglo pasado y no lo son lo que vienen ahora (…). Pelear hoy contra el galicismo es pelear contra la vida del castellano. No, señor, abrir de par en par las ventanas y que entre viento, que se oree. ¿Que estamos más cerca de los franceses de hoy que de nuestros abuelos? Pues venga viento francés. Dentro de un par de siglos serán clásicos estos galicismos como son hoy los italianismos cervantescos (2017 [1893]: 442).
Un poco más tarde, no esconde —ostentando una gran productividad léxica— su “galofobia” (1991 [1902]: 116), “misogalismo o francofobia” (OC III, 1958 [1905]: 1094) y, rizando el rizo, su “francofilofobia” (OC IX, 1966 [1915]: 979). Quizás por ello se defiende enérgicamente cuando se le achaca el empleo de algún galicismo, máxime cuando él dispone de un rico caudal léxico:
No me sorprende lo que de Fray Candil me dice [Emilio Bobadilla]. (…) Una vez escribía: “constatar, como diría Unamuno”. Y en mi vida he empleado tal vocablo ni, aunque escriba mal, cometo jamás galicismos por la sencilla razón de que leo muy poco francés. Conviene que si le ve, se lo diga usted. Mi lengua podrá ser escabrosa, dura, desarticulada, todo lo que quiera, pero sé muy bien el valor preciso de cada vocablo y no necesito buscarlos en francés (1991 [1902]: 107).
No obstante, ese mismo año, en el prólogo que escribe para la La educación, de Carlos Octavio Bunge, insiste en que se puede emplear un buen castellano aun con galicismos, y al revés, no emplear galicismos y tener un mal castellano:
De cómo se piensa en la Argentina en castellano, nos da muestra este libro mismo, pues aunque abundante en vocablos de origen francés que aquí, en España, jamás usamos, como rol, controlar, monarquía temperada y otros, es en el fondo del lenguaje y estilo profundamente español, a pesar de la cultura cosmopolita del autor. Porque hay quien sin salirse de las más estrictas reglas gramaticales, sin emplear vocablos que no sean castizos, sin faltar a la más cuidadosa corrección formal, escribe en un castellano que parece traducido, muy bien traducido, pero traducido al cabo del francés, y hay quien escribe en lengua radical y hondamente castellana, aunque llena de impropiedades gramaticales y de galicismos de toda clase (OC III 1958 [1902]: 505).
Pero en un escrito más tardío, el prólogo a Lengua francesa de Fernando Felipe, argumenta que “entre nosotros han solido ser los escritores que mejor conocían el francés los que menos galicismos cometían escribiendo en castellano” (OC VII, 1958 [1922]: 410).
Es verdad que Unamuno suele emplear voces francesas en sus cartas, sobre todo cuando escribe a alguno de sus interlocutores galos, como su traductor al francés Jean Cassou, pero muchas veces se percibe claramente un tono irónico: “Es, sin duda, que se me escapa la nuance, pues ya hemos quedado en que en la literatura parisiense todo es nuance” (OC VIII, 1958 [1902]: 176). O “no comprendemos le galant homme (dejo esto en francés por creerlo intraductible, pues no conocemos la cosa) sin un poco de escepticismo” (OC VIII, 1958 [1917]: 967). Asimismo, un pasaje en el que critica la superficialidad en el conocimiento de España está plagado de galicismos:
Por otra parte, esta moda puede llevar a algunos, por pocos que ellos sean, a tratar de penetrar de veras en el corazón de aquello que se pone de moda. Hasta ahora, en el caso concreto que me ocupa, este engouement por las cosas españolas —costumbres, literatura, artes, historia, género de vida, etc.— no ha pasado de chroniqueurs, periodistas, novelistas a caza de asuntos exóticos y eruditos, que son los peores, pero acaso llegue algún hombre de espíritu a ahondar en el espíritu de nuestro pueblo (OC VIII, 1958 [1914]: 921).
Finalmente se muestra satisfecho de traducir con éxito algunos de sus propios neologismos al francés (“curoide” como petroide), aunque “fue en Bruselas, en el gran Brabante, donde la libertad es mayor” (OC XI 1958 [1924]: 854).
Unamuno no aspira a ser sistemático en los temas que trata, y el caso de los neologismos no es una excepción. No obstante, a través de esas “mismas cosas” que va “diciendo y rediciendo” (1991 [1931]: 291), podemos obtener una imagen bastante certera de sus ideas al respecto.
Por un lado, esboza algunos planteamientos que encajan con los parámetros de la lexicología y la filología actuales: la insuficiencia del diccionario de la Academia para reflejar la lengua en su conjunto (por ello, se suele usar hoy como corpus de exclusión cuando se quieren detectar neologismos); el papel de la prensa a la hora de recoger las nuevas voces; la atención a las variaciones lingüísticas (diatópicas, diacrónicas, diastráticas) y a cuestiones de uso, frecuencia e implantación de los términos; la interrelación entre las distintas lenguas y el continuo trasvase léxico entre ellas, con el predominio de alguna (entonces el francés, ahora el inglés) que determina incluso cómo se transcriben las voces en las lenguas receptoras; las creaciones escalonadas o en cascada de neologismos, que se produce cuando se ofrecen varios equivalentes para un mismo vocablo extranjero; la convicción de que no existen neologismos superfluos o de lujo, sino que cada uno responde a una concreta motivación neológica e incluso aporta un matiz diferente, incluyendo los denostados archisílabos; y, en definitiva, la necesidad de que las lenguas aborden la renovación léxica en todos los campos disciplinares para que puedan seguir siendo instrumento de comunicación.
Por otro lado, algunas de las opiniones del bilbaíno habrían quedado obsoletas a día de hoy, como el hecho de sostener que algunas lenguas empleen una ortografía y un léxico distintos del español por el mero afán de diferenciarse; que los exónimos tengan siempre prioridad sobre los endónimos (piénsese en Beijing o Mumbai, que han sustituido recientemente a Pekín o Bombay); o que las otras lenguas regionales de España sean “inferiores” al castellano y que no estén en condiciones de acometer la renovación léxica necesaria para su modernización (considérese por ejemplo la ágil labor que están llevando a cabo entidades como el Centro de terminología de lengua catalana). Y tampoco podemos olvidar algunas contradicciones flagrantes en las que incurre, como el aconsejar a los catalanes que escriban en catalán y, otras veces, que no lo hagan; considerar que el préstamo es legítimo y a un tiempo censurar que el euskera importe términos especializados de otras lenguas; o si es conveniente o no emplear galicismos, sin que se trace claramente la frontera entre el uso y el abuso. Pero a este respecto ya estábamos advertidos: “Mis supuestas contradicciones están en el lector adialéctico y clasificativo” (1991 [1928]: 236).
Muy interesante también es la conexión entre teoría y práctica en la obra unamuniana. Vemos a un escritor y traductor en acción, con muchas necesidades denominativas reales para las que tiene que encontrar una solución, un creador in vivo que no puede saltar las dificultades o demorar la elección hasta encontrar una palabra supuestamente idónea, ni que tampoco está dispuesto a renunciar a las posibilidades expresivas que le bridan los extranjerismos. Como hemos comprobado, sus vívidos y densos comentarios nos ofrecen la posibilidad de asistir a la neología in fieri, y eso convierte a Unamuno en un autor imprescindible para la historia de la lexicología.
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Unamuno, Miguel de. 1958. Obras completas. Tomo VII. Prólogos – conferencias – discursos. Colección de escritos no recogidos en sus libros. Prólogo, edición y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Afrodisio Aguado.
Unamuno, Miguel de. 1958. Obras completas. Tomo VIII. Letras de América y otras lecturas. Prólogo, edición y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Afrodisio Aguado.
Unamuno, Miguel de. 1958. Obras completas. Tomo X. Autobiografía y recuerdos personales. Prólogo, edición y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Afrodisio Aguado.
Unamuno, Miguel de. 1958. Obras completas. Tomo XI. Meditaciones y otros escritos. Prólogo, edición y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Afrodisio Aguado.
Unamuno, Miguel de. 1958. Obras completas. Tomo XV. Poesía III. Prólogo, edición y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Afrodisio Aguado.
Unamuno, Miguel de. 1966. Obras completas IX. Discursos y artículos. Introducción, bibliografía y notas de Manuel García Blanco. Madrid: Escelicer.
Unamuno, Miguel de. 1991. Epistolario inédito I (1894-1914). Edición de Laureano Robles. Madrid: Espasa Calpe.
Unamuno, Miguel de. 1991. Epistolario inédito II (1915-1936). Edición de Laureano Robles. Madrid: Espasa Calpe.
Unamuno, Miguel de. 1996. Epistolario americano (1890-1936). Edición, introducción y notas de Laureano Robles. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.
Unamuno, Miguel de. 1996b. Political Speeches and Journalism (1923-1929). Edición de Stephen G. H. Roberts. Devon: University of Exeter Press.
Unamuno, Miguel de. 2017. Epistolario I (1880-1899). Introducción, edición y notas de Colette y Jean-Claude Rabaté. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.
Unamuno, Miguel de; Maragall, Juan. 1951. Epistolario entre Miguel de Unamuno y Juan Maragall y escritos complementarios. Barcelona: Edimar.