Diccionarios del fin del mundo es una cartografía esencial a los estudios de la lexicografía monolingüe hispanoamericana que pone particular atención a los diccionarios producidos en la tradición chilena. Este libro es fundamental para la reflexión crítica sobre la dimensión política del diccionario y la identificación de los contextos históricos y los subtextos ideológicos que respaldan el potencial regulador y excluyente de los diccionarios.
El libro abre con una conmovedora nota preliminar, a cargo de José del Valle, que alude al gesto temerario emprendido por la autora al introducirse en la laberíntica y admirable tarea de marcar coordenadas para la comprensión de los diccionarios y el enmarañado trazo de su historia. Un segundo texto de Daniela Lauria comenta, aguda y concretamente, las aproximaciones críticas y las dificultades técnicas que tocan a los estudios en lexicografía americana, y resalta la importancia de continuar tejiendo una red cada vez más amplia de investigación y colegialidad en torno a esta materia.
A continuación, una breve introducción esboza una cronología de la producción lexicográfica hispanoamericana, que va desde los glosarios de misioneros, escritores y conquistadores; pasando por una lexicografía normativa elaborada mayoritariamente por las elites criollas del siglo XIX, entre quienes se cuentan, entre otros, abogados, educadores, sacerdotes y políticos; hasta la lexicografía de finales del siglo XX, producida por especialistas de la lengua y en una apuesta algo más descriptiva. Con el ánimo de ordenar estas producciones en el tiempo, la autora hace un alto para señalar la propuesta de periodización de Alfredo Matus con respecto a la producción de diccionarios en Chile. Matus delinea tres etapas; una precientífica, otra de transición y una científica. La autoría del diccionario es importante marcador de estas etapas y varía entre autores aficionados que trabajan solos, equipos de personas o corporaciones que realizan un trabajo colectivo, y especialistas en lingüística con una formación propiamente lexicográfica. Ante la imposibilidad de abarcar todos los estudios sobre diccionarios monolingües, incluso para el caso específico de Chile, la autora se propone explorar las condiciones de producción, en su conjunto, de los textos que reúne como “diccionarios monolingües que trabajan con una noción (subentendida o entendida) de lo que es la variación diatópica y, muchas veces, de manera directa, con la corrección idiomática y, en algunos casos, con la lengua general” (21). Esto implica, concluye la autora, leer y analizar los diccionarios en su contexto y ponerlos a dialogar entre sí y con obras afines.
El primer capítulo inicia precisando la motivación que inaugura el quehacer lexicográfico en la América hispana; el ansia de exploradores, conquistadores y misioneros por traducir para España el mundo que encontraban a su paso y los sentidos que los pobladores de América les concedían. Este mismo impulso, comenta el libro, explica también la incursión de los primeros vocablos indígenas en la lexicografía española y la aparición de listados bilingües de traducción entre español y lenguas indígenas. No será sino hasta el siglo XIX, avanza el texto, que la lexicografía hispanoamericana se torne monolingüe y surja el apuro por la conservación de una unidad lingüística ante la dilatada expansión del castellano por el continente americano. El texto ahonda, entonces, en las nociones de lengua pluricéntrica y la relativa conservación de una unidad lingüística; y acude a los universales lingüísticos de creatividad y alteridad, en función del cambio lingüístico, con el ánimo de atender a las utilidades prácticas de la naciente lexicografía monolingüe hispanoamericana. La autora se detiene además en la diferencia conceptual, propuesta por Eugenio Coseriu, entre la corrección y la ejemplaridad lingüísticas, y en cuya indistinción estriba la censura purista a los hechos de habla que equiparan lo “correcto” a la ejemplaridad, y lo “ejemplar” al español peninsular. De allí que el grueso de los diccionarios explorados embista contra las “incorrecciones” y se inclinen por la imposición de una norma lingüística que no descansa en el uso de los hablantes sino en las formas de prestigio de los grupos dominantes. La autora presenta estas reflexiones, a partir de la contraposición entre el concepto de norma, propuesto por Coseriu, como una convención divulgada conforme al uso de los hablantes; y la noción de Luis Fernando Lara de la norma como una forma de imposición de un deber ser en el habla, que no se corresponde con el uso de los hablantes. Así, es a partir de la vigilancia a las formas propias del español americano, acopiadas en los nuevos listados lexicográficos, y su ulterior beneplácito o condena como voces legítimas, que el libro incursiona en el campo de los americanismos como temática inevitable del siguiente capítulo.
En el segundo capítulo se abordan propuestas teóricas y posturas académicas que rondan la noción de americanismo y la dificultad de precisarla como inmutable y cristalina. Se pone, incluso, en cuestión el concepto mismo de español de América como entidad acaso abarcable o determinable desde el punto de vista lingüístico. Esta panorámica permite a la autora excavar la complejidad que implica proponer trabajos lexicográficos integrales sobre el español americano, que no acarreen tropiezos investigativos por cuenta de irresoluciones teóricas, sistematicidades o limitantes metodológicas. Por esa misma ruta, el libro avanza sobre el problema de pensar los diccionarios diferenciales hispanoamericanos, unívocamente, en función de la incesante oposición entre el español de Hispanoamérica y el de España. Desde allí, el texto se ocupa de varias categorías, identificadas por Ambrosio Rabanales, para delimitar y/o ayudar a demarcar el concepto de americanismo en la lexicografía en español, como son: la noción privativa, el origen geográfico de la voz, la difusión social de la voz, la ausencia de sinonimia y el origen homogeográfico de la voz. Desde allí, el libro también comenta los reparos del lingüista alemán Reinhold Werner, frente a las propuestas de Rabanales y José Pedro Rona (quien afirmara que no se puede decir que exista tal cosa como un español americano), encaminadas a la defensa de una lexicografía diferencial hispanoamericana que abordara el concepto de americanismo léxico, a partir de criterios de referencialidad a la realidad americana, de uso y de origen de los elementos léxicos. En últimas, este capítulo reconstruye los esfuerzos encaminados a comprender la funcionalidad de una lexicografía propiamente americana; y resalta la necesidad de explorar la lexicografía desde una perspectiva histórica, que repare críticamente en los supuestos teóricos de clasificación, representación y estudio de las formas léxicas hispanoamericanas.
El tercer capítulo inicia con una mirada de lente habermasiana que explora la funcionalidad comunicativa del diccionario y, en ese mismo orden, las dimensiones del diccionario como lo que Karl Bühler denominó un producto lingüístico. Producto que no consigue nunca alcanzar un estado “ideal” porque no logra desvincular, en su constitución misma, al productor del producto. De allí que, para Lara, comenta la autora, “la idea de un diccionario ideal sea […] absolutamente inviable dentro de la lexicografía de autor” (76). Más adelante, y basándose en los trabajos John L. Austin, la autora aborda la dinámica de consulta del diccionario como gesto que consiste en que el usuario pregunta aquello que el diccionario responde (78), de modo que el artículo lexicográfico logra entenderse no solo como acto ilocucionario, que “implica la regulación idiomática de una determinada comunidad lingüística” (80), sino también como acto perlocucionario, cuya intención es producir y encaminar las prácticas lingüísticas de una comunidad de hablantes. El principio de rectitud habermasiano, agrega la autora, tiende a blindar al diccionario y sus entradas como “creíbles” y “aceptadas por todos”, sin importar si enseña subjetividades de corte racista o clasista, entre otras. Fenómeno, esto último, que falta a su vez al principio habermasiano de la “racionalidad” siempre que se piense al artículo lexicográfico como infalible e incontrovertible. De allí que sea necesario referirse al impacto social de los diccionarios y a las corrientes ideológicas que los permean en los apartados siguientes.
El cuarto capítulo atiende a los diccionarios como instrumentos lingüísticos útiles a la construcción de proyectos imperiales y estados nacionales. Se examina también la noción de “la lengua oficial” como un constructo de impulso nacionalista y estandarizante que alienta la producción de diccionarios monolingües y la fundación de academias de la lengua, que velen por la protección y difusión de variantes lingüísticas prestigiosas. La autora comenta la relevancia de los diccionarios hispanoamericanos publicados durante el siglo XIX, por miembros de elites intelectuales con el ánimo de instruir a la población de las nuevas naciones. Dichos intelectuales, añade la autora, constituyeron una cierta categoría social (intelligentsia) y jugaron importantes roles políticos y sociales, que les permitieron desplegar sus posturas ideológicas mientras controlaban, entre otras cosas, las prácticas culturales atravesadas por la lengua. De allí que fuera necesario determinar lenguas nacionales y lenguas oficiales que permitieran consumar el anhelo de construir Estados-Nación monolingües, para los que la lengua ejemplar se correspondía con el español del centro norte de España, y los diccionarios se constituyeran como piezas clave en dicha tarea reguladora. El texto propone en este sentido, y siguiendo a Lauria, pensar los diccionarios como actos glotopolíticos, cuya producción y consumo implica accionares sociales de amplio espectro, determinados por contextos políticos concretos. En ese orden, los diccionarios son discursos ideológicos, políticos e históricos, que la autora propone analizar críticamente a partir del análisis de sus paratextos, microestructura y macroestructura, con el ánimo de desentrañar sus posicionamientos ideológicos y las repercusiones políticas y sociales que arrastran sus contenidos.
En el quinto capítulo la autora despliega una serie de ideologemas lingüísticos rastreables en los paratextos de los diccionarios hispanoamericanos. Se trata de presupuestos que se tienen sobre el lenguaje y que funcionan como unidades de un conjunto más amplio de creencias naturalizadas vinculadas a la lengua, es decir, como piezas constitutivas de las ideologías lingüísticas. La autora encuentra ideologemas comunes a los procesos de formación nacional, como que “una nación se define por la posesión de una lengua determinada” o “la concienciación”, es decir, “la toma de conciencia de una lengua vehicular” (130); o “la lengua como patria común”, así como otros todavía vigentes como el de la “unidad lingüística”. Todos ellos, postulados naturalizados que van acompañados de ansiedades por el anhelo del monolingüismo, la valoración o condena del provincialismo y el asentimiento ante la supremacía hegemónica de la variedad castellana. La autora, sin embargo, no pierde de vista posicionamientos ideológicos alternativos como el purismo moderado o el nacionalismo lingüístico, que contradicen las imposiciones ejercidas desde la Real Academia Española. El libro destaca el pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi a este respecto y en contraposición con el modelo racionalista de fijar una lengua estándar defendida por Andrés Bello. Comenta también la controversia filológica sostenida por Bello y Sarmiento; y los posicionamientos decimonónicos de varios gramáticos en torno al ansia por la unidad lingüística de la comunidad panhispánica. Por ello, culmina la autora, “es fundamental entender estos diccionarios como discursos ideológicos, históricos y políticos, que forman parte activa de la constitución del imaginario nacional, a partir de la reflexión sobre el lenguaje” (141).
En el sexto capítulo se despliegan teorías de intelectuales hispanoamericanos del siglo XIX y siglo XX respecto al tema de las lenguas indígenas y su demarcación dentro de las dicotomías de civilización y barbarie o de nosotros y ellos, entre otras. Estas posturas encontraron respaldo en el discurso clerical que, en Chile, por ejemplo, se esmeró en difundir el anhelo europeizante de civilizar a los indígenas. Esto se hace evidente a partir de varios paratextos analizados por la autora que dejan clara la voluntad de varios intelectuales por desahuciar las lenguas indígenas, cuando no por enseñarlas sólo para hacer menos traumático el tránsito de sus hablantes hacia la civilización. La autora acude también a los trabajos de Klaus Zimmerman para comentar el arrinconamiento, desde tiempos coloniales, sufrido por las lenguas indígenas en términos de su desplazamiento a “regiones de refugio” y su eventual sustitución por el español estándar. Este aislamiento y borrado de las lenguas indígenas, sin embargo, encuentra algunas excepciones en esfuerzos por atesorar en las lenguas indígenas un patrimonio cultural inmaterial, pero de carácter meramente arqueológico, dada su presumida susceptibilidad a la desaparición. Así también, destaca la autora, es particular la mirada de Rodolfo Lenz, respecto al monolingüismo impuesto en Chile, y su asombro ante la ignorancia del chileno, respecto al mapudungun, y de cara a la diversidad y complejidad lingüística del territorio suramericano. En cuanto a la diccionarización de voces indígenas, la autora encuentra una contradicción entre el deseo de preservar este tipo de lemas, al tiempo que se silencia a sus hablantes, toda vez que lo que subyace a esta disposición, aparentemente inclusiva, es la imposición del monolingüismo español y su variante estándar, en actitud servil ante los mandatos de la Real Academia Española.
En el séptimo capítulo y en coherencia con la premisa de que “un diccionario no debe leerse solo, sino en relación con otros diccionarios y obras afines” (21), la autora explora varias obras lexicográficas publicadas en Chile, trazando una cronología que inicia en 1810, y que contextualiza política y culturalmente la confección, producción y consumo de la lexicografía chilena. La autora se detiene con detalle en eventos históricos, como la promulgación de la Constitución de 1833, la fundación de la Universidad de Chile y la formación de la Academia Chilena de la lengua, entre otros, que resultan relevantes para la consolidación de imaginarios colectivos, relativos a la lengua y explican, de alguna manera, la aceptación indisputada de instrumentos de codificación como las ortografías, gramáticas y diccionarios. Estos textos, enseña la autora, dialogan entre sí y sus presunciones ideológicas están irremediablemente ligadas a su historicidad. De allí que, tras un análisis de algunos aspectos microestructurales de varios de los diccionarios de autor de Chile, la autora refiera a estos textos como “la representación de una clara hegemonía cultural, en donde se intenta imponer, dentro de un proceso estandarizador nacionalista, una lengua oficial, prestigiosa” (206).
Diccionarios del fin del mundo constituye un significativo aporte, tanto a la historia política del español como a la lexicografía glotopolítica latinoamericana. El libro entraña una mirada panorámica, crítica y perspicaz de la lexicografía hispanoamericana post independentista, con énfasis en las complejidades de la producción chilena. Se trata de un trabajo compacto y erudito, que ya no sólo evidencia el papel de los diccionarios como discursos políticos, ideológicos e históricos, que han funcionado como instrumentos de subordinación y exclusión social en toda la América hispanohablante, sino que además propone una refrescante perspectiva de análisis, e ilustra una aproximación mucho más responsable hacia los diccionarios, para aquellos hablantes de español que, las más de las veces, hemos sido también asiduos, acríticos e implacables usuarios de los diccionarios monolingües.